martes, 28 de septiembre de 2010

Luego del Cementerio

Sí.
No.

Sí, siempre sí.

Aquel par de segundos fueron largos, demasiado largos para cualquier escala. Más largos que el episodio de sueño en la noche anterior (un casi literal abrir y cerrar de ojos)…

—Bueno— esos segundos fueron largos, en cualquier caso.



La portezuela (suena a otras cosas una vez que piensas en la palabra pronunciada…) se abatió, y antes de que pudiera arrepentirse ya estaba allí. De pie frente al Paraíso del Silencio

—Cerrado— desde luego. Hecho del que no se había dado cuenta por debatirse entre permanecer y bajarse, en aquellos interminables segundos frente al umbral de la escalera del bus.

Así se maravilló hasta que, ver el transporte alejarse, le hizo volver un poco a la realidad —quizás, sólo quizás, la nube de polvo fue lo que le sacó del éxtasis, por los estornudos— y entonces notó la inoportuna reja de acero a la antigua, cerrada y con un candado. 
Algo contrariado, se acercó a la entrada. Miró a través de la reja, y vio lo que esperaba ver; tumbas, pero no era realmente el ángulo de sol, ni el ángulo de perspectiva que le habían atraído originalmente…

Pensó entonces lo difícil que sería convencer al conductor del autobús para detenerse al costado del cementerio mientras él, realizaba su sesión de fotografía a plena tarde — si fuera una tarde de esas anaranjadas, sería espectacular— se dijo. Pero volvió a pensar en el problema del chofer y calló.

Comenzaba a preguntarse qué hacía allí. No lo sabía. No era así como lo había imaginado. Se suponía que debían ser unas tres o cuatro horas más tarde. Se sintió decepcionado que el cenit no hiciera lucir el cementerio como un lugar sobrenatural; así también el hecho de que estuviese cerrado, era algo que justificaba quejarse.





Capturó una, dos, tres; cinco en total. Unas en color, y otras a blanco y negro. Quizás así la iluminación mejoraría y haría el camposanto verse ligeramente más aterrador. En aquel momento, él mismo no podía afirmarlo. El exceso de luz que inundaba a raudales todo lo visible, no permitía ver con nitidez la minipantalla de la digital.

Sitió que dos minutos allí ya habían sido lo suficiente. Regresó sobre sus pasos hacia la parada de autobús y dio una ojeada a su alrededor.

—Es curioso— pensó —me siento un total extraño, y algo extraviado, aún cuando casi diario paso por aquí— ciertamente era algo difícil de explicar.

De reojo vio unas escaleras. Casi a un costado de la tortillería al otro lado de la calle. Eso no lo había notado. Parecía fuera de lugar.

Era extraño que no las hubiese visto antes.

Casi inadvertidamente olvidó sus pensamientos y dejó que su curiosidad y sus pasos lo guiaran hacia el primer escalón.





Habría subido unos diez escalones, o por lo menos, el equivalente a su propia estatura, cuando notó que estaba en un corredor; con escaleras y descansos. Varias casas se organizaban orientando sus accesos desde aquel corredor.

Cuando vio esto, ya estaba frente a una pequeña niña, que correteaba en círculos casi diminutos, mientras reía generosamente; y una anciana que estaba ahí junto a ella. Era una vieja típica, es decir, piel morena, cabello canoso largo y peinado con trenza, vestida en hipil, y como llevando en la mirada un pasado transgeneracional, casi milenario…

Él sólo alcanzó a reaccionar saludando.

— ¡Buenas Tardes! — dijo torpemente, para su propia sorpresa. Y rápido apretó el paso.

—Que le vaya bien— dijo la venerable voz, en la que desde el sonido, podía adivinarse ya la falta de algunos dientes. Nada que no pudiera esperarse. Él apenas llegó a escuchar el saludo. Se quedó con la duda de si la señora había escuchado el suyo...

Subió los escalones con un tonto frenesí.

De uno en uno. De dos en dos. De tres sólo lo intentó una vez, pues casi perdió el equilibrio, y entonces decidió que subir dos a la vez era suficiente para su bravura.

Al cabo de un rato, el sudor que el sol y el ejercicio propiciaban, le alcanzó. Y el aire dejó de serle abundante en los pulmones... Se detuvo y tornó la vista. Resultaba magnífico.

Unos árboles de exuberante follaje que segundos antes había dejado atrás, le bloqueaban la vista del cementerio y su enorme almendro central, pero lo que se podía ver era prodigioso. No tomó fotos. —No desde aquí— se dijo —más arriba; tiene que ser más arriba

Subió habiéndose repuesto un poco y aprovechando que su respiración se regularizaba.





Poco antes del final de las escaleras, halló la mejor vista de aquel paisaje frente a sí. Se veía el cementerio, ahora tan pequeño, que costaba hacerse la idea del tamaño real —inmenso— del almendro plantado desde Dios-sabe-cuando en su centro.

Parecía todo tan lejano, — y tenía que estarlo, para verse así— tan ajeno, y tan ideal que resultaba casi conmovedor.

Es el principio del éxito para cualquier mirador. No sólo permite ver; permite notar lo irreal de los paisajes reales que nos rodean. Ésas escaleras eran, por lo visto, un mirador exitoso.

Tomó varias fotos. Él mismo no sabría decir cuántas. Le gustaba el lugar, le gustaba la brisa… le gustaba la sombra que ahora mismo lo cubría del sol, y desde luego, el pequeño cementerio, y su almendrillo enorme. Todo esto le gustaba.

Le gustó

Un inconveniente timbre le indicó que su tiempo allí estaba contado. Detestando el hecho, pensó cómo despedirse mentalmente del lugar.

Subió los pocos escalones que faltaban para la cima de la colina, y justo como lo esperaba, el árbol que antes le diera sombra, se volvía obstáculo para la vista; aunque fuera curioso observar el árbol. Se le antojaba muy inclinado. Por fortuna, la sombra llegaba justo a dar sobre las escaleras. Eso era grato. Justificaba otra fotografía.





Bajó con un trote rápido. Disfrutando el olor que acarreaba la brisa. Se respiraba el mar, se respiraba la incipiente estación, se sentían con facilidad los grados menos que dejaba el viento en la cara… el descenso era mucho más sencillo que el ascenso. Y más rápido, de hecho, la velocidad le pareció demasiada, y por simple precaución, se fue acercando al pasamanos a su derecha: un continuo perfil metálico blanco que le servía para frenar su carrera. AHORA se sentía seguro.

Llegando casi hasta el inicio de las escaleras, vio de nuevo a la anciana y su nieta (se atrevió a pensar eso, aunque sabía que sólo estaba suponiendo) y una vez más sintió esa necesidad de ser respetuoso. Ello era extraño, muy extraño con desconocidos.

—Permiso— dijo torpemente y tratando de aligerar la velocidad que traía.

—Propio— le contestó la señora, siguiéndolo con la mirada, él la llegó a notar contenta. Satisfecho, bajó los escalones que le restaban y llegó al paradero.



Consultó su reloj y calculó que aún tenía más tiempo del que creía tener. Podría ir incluso caminando. Decidió que eso haría.

Pasó frente al cementerio una vez más, aunque ahora sin ver a conciencia por entre las rejas. — Sólo pasaba como si tal cosa— Aún así, como de soslayo, notó algo. No de inmediato, sino cuando se encaminó a la escuela. Estaba ya a mitad de la cuadra. —una cuadra grande, por cierto— cuando pensó de nuevo en el cementerio.

— ¿Acaso había un cambio en su apariencia (las sombras, la reja cerrada, la falta de personas al interior… algo), o sólo era idea suya?

Se juzgó demasiado lejos ya, y con tiempo medido, para volverse a comprobarlo. Se dijo que iría al día siguiente… en otras condiciones.

Había algo extraño en el paisaje que venía viendo. Había mucho verdor, para ser tiempo de sequía.

Desde la sombra bajo el árbol, desde lo alto de las escaleras, había notado el trazo algo irregular de las calles tejidas a sus pies, y el verdor no se le hacía extraño, pues pensaba que los habitantes dispondrían de pozos o agua entubada para regar sus enormes patios, pero esto era francamente asombroso… predios que limitaban sólo por alambradas que se esforzaban en mantenerse aún en pie, evidenciaban la falta de intervención humana en su cuidado.

Las plantas y árboles apreciables, iban desde comunes plantas de patio, hasta vegetación típica de las selvas calurosas usuales en la península, pero incluso había plantas que evocaban la más sincera costa, como palmeras y mangles.

No era que él fuera experto, pero ciertamente sólo ver esto le despertaba interés.

Lo más increíble era el intenso verdor y follaje, en medio de una zona que, para ser francos, sin riego, no deja ni verdear el césped sino tan solo unos cuantos árboles perennes, que, además, no ostentan el follaje más vistoso en toda la primavera.

—La primavera aquí es seca y polvorienta… y justo ahora lo que veo parece de principios de octubre— se dijo extrañado. Comenzó a hilvanar pensamientos, y se convenció que el mar estaba a menos de 5 cuadras de distancia (a saber el tamaño de las cuadras) y que las condiciones de humedad podrían ser propicias en el lugar, y otras explicaciones que una vez pensadas parecían demasiado obvias.

—Aún así los terrenos por aquí son algo… bueno, grandes— comentó. —Cierto, es zona ejidal— le respondió el modo wiki de sí mismo.

Llegó al final de la calle, y una muy alta pared vegetal se le interpuso. Dudó si doblar a la derecha o a la izquierda.

—El instinto me dice… mmm veamos… izquierda.

Y caminó unos diez metros hacia la izquierda.

Vio la vegetación a los costados de la calle, más densa que en la anterior y otra pared vegetal que impedía ver hacia dónde torcer llegando al final de la calle.
Un déjà vu siniestro y vicioso.

Un perro en la esquina se le quedó mirando de frente, como cuando un mendigo tiende la mano por una moneda, solo que el can no se movía.

Una niña llegó como a los cinco segundos de que él viera al perro, y se lo llevó con una tranquilidad inquietante. Él no había visto llegar al perro, ni a la niña o eso creía. En todo caso, la chiquilla había ido a buscar al animal, y se lo llevaba a Dios-sabe-dónde.

Cinco segundos más de silencio e indecisión.

Sintiéndose incómodo, regresó a la intersección.

—Derecha entonces— dijo riéndose de su nueva idea.

Era una risa nerviosa.





Suponía que se podría orientar con facilidad. Después de todo, había examinado el terreno como a 60mts de altura. Incluso pensó ayudarse con las fotos que había tomado. Con esa iluminación era de locos considerarlo. Él mismo apenas soportaba la claridad, con todo y las gafas oscuras.

Habiendo dejado atrás el callejón verde sin salida, llegó a un cruce más o menos reconocible. Y a su izquierda, algo lejos pero perceptible, estaba la omnipresente compañía eléctrica. Justo ahora, mirar la barda quizás electrificada y desagradable de ese monopolio era un alivio.

Se dirigió hacia allí.

Caminando a lo largo de la calle, pronto notó algo con lo que originalmente se había engañado. No había cuadras del lado izquierdo, sino pequeños senderos que se adentraban a donde-fuera que lo hicieran.

Un detalle más que no pudo ignorar, es que pese a ser estrechos, esos senderos se remetían bastante. A simple vista hubiera juzgado que tendría que verse la salida en la calle trasera, la cual ya había visto, y ni rastro de senderos.

Quizás sólo se estaba haciendo un planteamiento espacial erróneo.

Quizás el calor era demasiado —Su cabello caliente afirmaba esto último.



Siguió caminando luego de detenerse en la entrada del primer sendero lateral, llevándose la incertidumbre a cuestas.

Miró hacia atrás y notó entonces a un tipo en bicicleta, como a unos 40 metros de él, más bien cercano al costado derecho de la calle. Él estaba del lado contrario.

Regresando la vista al frente, se dijo que el sujeto torcería con seguridad a la derecha, al primer momento que alcanzara una de las laterales de aquel costado.

—No lo hizo— se dijo, como si lo acabara de ver en una película de esas que fácilmente adivinas el guión por lo predecible que es.

Volteó de nuevo. El tipo seguía atrás, y ya había pasado de largo la primera entrada a la derecha. Volvió la vista al frente.

Era algo inquietante.

Más inquietante haber adivinado.

Era jodidamente más inquietante haber pensado lo de las películas malas.



Al menos, el tipo de la bici no se veía muy alto, o muy fornido, si acaso algo un poco más que él.

Lo pensaba solo en caso…

… en caso de que tuviera…— se decía interiormente mientras volteaba una tercera vez.



Nada.



Nadie.



Es decir, gente común en sus casas, visibles desde la calle; pero el tipo de la bici ya no estaba allí. —Como si nunca hubiera estado— Claro que lo más probable era que en la segunda entrada a la derecha, hubiese torcido.



…Como si nunca

—Eso ha de ser— se dijo

…hubiera estado

—Es lo más probable— dijo ya en voz alta, sin apenas notarlo —lo más probable— repitió de nuevo. Ahora sin palabras audibles.



nunca


…allí







Un alivio casi equivalente al que tuvo cuando vio la Cia eléctrica, se le deslizó por el cuello y bajó hasta su espalda. Tomó entonces aire con una aspiración pausada y relajante.

Sintió sed y la calle casi vacía se le hizo fea. Deseó una tienda para comprar algo de beber.

Caminó unos tres metros más y a su izquierda, descubrió precisamente un tendajón. Bajando la velocidad, examinó la tienda.

—No ha de tener mucho surtido— declaró para sí.

Siguió de largo y a los pocos metros (es curioso que las tiendas estuvieran tan cercanas) apareció otra tienda; y esta vez iba saliendo una señora con una bolsa semitransparente que parecía incluso evidenciar que esa tienda tenía gran variedad de productos.

Practicamente, la casualidad transmitía un mensaje que si pudiera leerse diría algo así: “¿Ves? Lo pediste, lo tienes; aquí está lo que buscas ¿Por qué no entras a echar un vistazo?”

Ni pensarlo.

—Too good to be true… —comenzó diciendo en su mente. Decidió seguir y aguantarse la sed.

Era realmente extraño; era todo extraño.





Un señor de mediana edad colaba un piso de concreto exterior. Casi se detuvo al notarle. Por algún motivo él sintió que había algo de privacidad requerida por el maestro (si en verdad lo era) en aquel momento. Sintió que interrumpiría algo secreto, algo que no se dice, y que de hecho es grosero mirar tan de cerca.

Se limitó entonces a volver la mirada al camino— y a seguir caminando, desde luego—

Continuando con la exploración de la calle (que no parecía acabar) llegó frente a la casita más pobre, según pudo juzgar. Él dijo —jodida— por los materiales que saltaban a la vista, casi literalmente. Allí mismo, en el frente de la casucha, un árbol pequeño ofrecía una minúscula sombra. Vio entonces un vetusto montón de maderas y clavos en lo que conformaría de algún modo una casa para perro; y dentro, un ejemplar muy, muy grande, recostado, y que al escuchar el adjetivo en voz alta, levantó en seguida las orejas algo puntiagudas, y despegó el hocico del suelo. Seguramente el can debía hallarse atado a la casa o a la cerca.

Él apretó el paso de nuevo.

—Un tirón consistente— concluyó—podría tirar la casa misma, o la cerca…
(Aunque quizá el árbol pudiera conservarse en pie)

No se quedó a averiguarlo.





Llegó por fin a la esperada salida. A unas tres esquinas más de la avenida frente al mar. Casi podía sentirse en la escuela. Ya sin vegetaciones apabullantes, ya sin tipos ni bicis ni tiendas inoportunamente oportunas…

Sin embargo, dos cosas habían que no esperaba encontrar allí frente a la calle de la que venía: Una banca en el lugar más inverosímil del mundo y una cabra del otro lado del arroyo del desagüe, comiendo pasto, sin más.

Al girar la cabeza a la izquierda y ver más cabras, la cabra solitaria casi empezó a tener sentido.

Al no ver más bancas; simplemente se encaminó hacia el mar. Casi recordaba esa pintura que le salió en internet al buscar la definición de “Lo sublime” era un mar también. Otro mar, pero le tranquilizaba. Le gustaba pensar que se tranquilizaba.

Estaba tranquilo.

Diría que estaba tranquilo.

Sólo dio un vistazo más a la banca, y entonces notó un caballero anciano que venía como en la lejanía, llevando algo al hombro.

Avanzó.

Volteó de nuevo al llegar a la primera esquina. El anciano seguía detrás de él — y no sabía si era idea suya— pero no parecía tan lejano esta vez.

—Tal vez camina rápido. — se explicó

—¿y tu nieve…?— comenzó a decirse. Esto de hablar solo se le daba y que muy bien, evidentemente.

¡Con un Demonio!

Volteó otra vez.

Ahí seguía el hombre. Y él se fijó bien esta vez. Era un pico.

¡No lo estaba!

Un maldito pico lo que el vejete llevaba al hombro.

Nada de qué preocuparse —¿Vale?

¿Preocupado?
—Los animales huelen el miedo— dicen muchos— Me pregunto si los humanos…
No. Asustado… muy malditamente asustado.




Volteó de nuevo. Esta vez vio al hombre torcer a su derecha.

Sonreía.

Le sonria cuando dobló. Le sonreía a él.

¡Joder!





Llegó a la avenida. Viento a raudales, mar, unos pocos autos y contaminación de altas chimeneas. Casi podría decir que se sentía mejor.

Captó una foto curiosa. Un bosque de autos.

Pasó la entrada de la Cía eléctrica. No le gustó. Le pareció contradictorio. Tan ajeno al mar y tan muy dependiente de él.

Odioso, sólo eso.

Al recorrer la interminable pared que bordeaba el terreno de la planta Termoeléctrica, vio cercano a la acera, un Volkswagen sedán tal vez modelo 80. Lucía sucio, maltratado y viejo.

Como tuviera la tapa descubierta (para ese modelo era la posterior) imaginó que alguien estaría metiéndole mano al motor. Alguien.



Nadie.



No había persona alguna.

El auto estaba abandonado. Destapado el motor y las ventanas bajas. Nadie cerca. Despegado de la orilla; quizás más de un metro de la acera.

Cosa rara. Cosa por demás rara.



Se extrañó pero siguió. Después de todo, terminando esa larguísima barda, seguía la escuela. Nada que temer ya. La escuela era casi motivante  justo ahora. ¿Quién lo diría?

Subió la vista. Iba viendo ahora la espiral infinita de alambre de púas. Había varios restos de varios colores de lo que parecieran haber sido bolsas de plástico. Tenían distintos patrones de rasgado; seguramente debidos al incesante y cambiante flujo de viento, y a la forma de las bolsas.

Extendió el brazo derecho y lo contrajo. Notó el parecido de una bolsa rasgada tenía con su brazo; cual un miembro amputado de plástico… la bolsa entonces se sacudió se podría decir que con violencia.

Bajó la vista.
No era eso lo que necesitaba justo ahora.
Los miembros amputados de plástico ya no eran visibles; pero sí sus sombras. Una parecía el gato atropellado que vio morir, extenderse en la carretera y pudrirse poco a poco la semana anterior (en cada viaje de su casa a la escuela y los correspondientes regresos).

Náuseas

Cambió la vista hacia el mar. De los miembros amputados y gatos muertos de insoportable hedor… sólo quedaba el sonido de las sacudidas que el viento daba.

Cruzando la vista alcanzó a ver El tinglado de Don Juanito. Y se calmó de repente.

—No sé porqué me he estado portando como un estúpido. Totalmente paranoico— se dijo contento, viendo ahora el paradero y el árbol lo cobijaba, justo a la entrada de su escuela.

—Vaya cosa, me siento como si hubiese visto un fantasma— dijo, eso le generó mucha risa.

Se le hizo un enorme absurdo haberse asustado tanto.

Llegando a su área, contó varias veces lo sucedido, omitiendo las más indecentes de sus opiniones, solo por si acaso.

Dijo que habría de volver. Marina aceptó acompañarlo.

Para él era estupendo. No quería volver solo.





Así lo hizo.

Visitó el cementerio.
En auto.

Estacionó el vehículo justo al costado donde el sol favorecería la vista.

Encima del auto, la vista del cementerio (aun cerrado) era increíble. Indescriptible.

Tomó muchas fotos. No podía resistir ese espectáculo impresionista ahí tan libre, tan extraordinario que resultaba impensable que aquello fuera cotidiano.

Un vendedor de helados pasó y extrañado vio las dos figuras sentadas ahora encima del auto.

Él compró un par de nieves con barquillo y aún en el techo, se dedicaron a saborear los sorbetes.

Luego de un rato, él propuso subir las escaleras para ver probablemente la magnificencia del atardecer.

Subieron

Se quedaron allí hasta que el sol se puso.

Fue espléndido: un cuadro expresionista que cada quince segundos era modificado, hasta que el punto luminoso desapareció por completo, dejando sólo la estela naranja-rosa tras de sí.



Bajaron muy contentos, platicando animadamente.

Llegaron al punto donde estuvo el día antes la niña y la abuela. Allí estaba de nuevo la pequeña, pero la acompañaba ahora otra dama. ¿La madre tal vez?

La niña jugaba con una pelotita rosa. La dejó caer por error y entonces él la levantó.

Ante la mirada aprobatoria de la señora, se acercó a la niña, y devolviéndole la pelotita

— ¿Dónde está tu abuelita, peke? — dijo él sonriente. La nena era graciosa de los pies a la cabeza.

—Nooshe — contestó ella tomando la pelotita y perdiendo el hilo de la conversación.

— ¿Su abuelita? — dijo contrariada la señora.
Por algún motivo él ya estaba seguro de que hablaba con la madre de la niña.

—La señora que ayer estaba con la niña, ya sabe, como a medio día.

—Pero… pero eso no puede…—explicaba la señora descomponiendo su rostro y hablando como para sí misma...

— ¿Qué dice? — intervino Marina, extrañada

como si hubiese visto un fantasma
—¡Ella… su abuelita… mi mamá murió pues!

—¿Murió?

como si hubiese...

—Ayer hicieron justos cuatro años. — dijo la señora ya con lágrimas asomando. —La edad de mi Rubí— añadió indicando a la niña con los ojos.

—Entonces…— dijo él

visto un...




—Ella descansa allí— dijo de nuevo la madre, apuntando al cementerio, que justo ahora, parecía tener la reja abierta. (Quizás viéndose así por el farol ya encendido a su entrada.)



Marina se quedó viendo a la señora y la niña.

No comprendía.

Miró de nuevo a su amigo y lo descubrió bajando a prisa los escalones.

—Discúlpenos— dijo, y le dio alcance.

Él encendió el motor.

Se alejaron sin cruzar una sola palabra.
Él no necesitaba dar explicaciones.

No iba a dar explicaciones. 

Preferiríamos equivocarnos, a tener razón muchas veces.

¡un fantasma, carajo!


 
Al menos él, eso pensaba justo ahora.



11 de Marzo 2010

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