miércoles, 27 de octubre de 2010

Geografía Mostaza

Me adentré al sendero mostaza; me llegaron cartográficas ideas. Si no fuese tan malo, lo hubiese intentado en un gráfico.


Entré a sabiendas,y no al azar; aunque me enteré que estaba frente a él, apenas con unos instantes de anticipación.

El sendero mostaza, toma su nombre desde las fauces de la eternidad, a unos escasos doscientos metros de distancia; formando un recodo interesante del camino usado por los Dragones (los tricolores y las otras variedades de la zona) para adentrarse a la ruta de las verdes colinas bañadas de sol, que bajan hasta el sitio donde el mar acaricia el lugar de los bellos atardeceres... en fin, nada que alguien que guste de rutas interesantes, no conozca por estos confines.

El principio del sendero, como su final; son inubicables. Se está dentro o se está fuera, afirman los conocedores, pero nunca en sus extremos (esto por lo difícil que es identificar el color que lo caracteriza, estando dentro o cerca de él). Su nombramiento se hizo desde las fauces de la eternidad en una mañana fresca de un no tan cercano, cercano día (muy caluroso por cierto, al despuntar el alba; y en esas condiciones, es fácil entender porque ha sido llamado así) pero no desde sus alrededores inmediatos.

Al interior, el sendero tiene dos costados: el costado derecho está sembrado de flores grises, antes probablemente rosadas, que aunque bellas, resultan un decepcionante efecto visual a base de blanco y púrpuras.

A su costado izquierdo, descansan unos pequeños valles y una somera fila de colinas. Una llanura artificial comienza a expandirse entre el valle más vistoso. Una verdadera pena.

A través del sendero se oyen voces, voces que delatan a los que en él pasan, trátese de dragones, capullos, hormigas, coleópteros u otras maravillas rastreras. El sendero chilla ligeramente cuando lo recorren agentes de la muerte, sean verdes, negros o grises. La muerte y el sendero son enemigos.

H escuchado susurrar al sendero:

-¡que llueva ya! -clamaba en un canto casi alegre, apenas audible y muy suplicante.

-¡Que llueva ya!- dije a mi vez.



Y vaya que ha llovido.

martes, 12 de octubre de 2010

Asomé (amos)

Saqué la cabeza; de algún modo ya sabía lo que venía…

A decir verdad, creo que era muy previsible.
Sobraría contar las muchas veces que había visto lo que devenía de hacerlo.

Qué puedo decir? Ha sido la puta curiosidad…

Me parece ligeramente excelente contar con un recurso como la curiosidad, para cuando no sabemos porque diablos hacemos algunas cosas —Muchas cosas, más bien.
Un chingo de cosas — mejor dicho.

Como dije, saqué la cabeza.

Tal vez si fuese más partidario de Marx, me excusaría diciendo que era históricamente inevitable…

O si fuese más práctico, afirmaría que con sentarme a la ventana —y estando aquella abierta— hizo existir la posibilidad, con lo que Murphy me daría la razón al decir que sólo atendí una de mis posibilidades.

De cualquier modo, no creo que explicar Porqué lo hice, importe, y esto principalmente porque no tengo ni idea.

¿Qué puedo decir, después de todo, que suene convincente?¿Hacía calor y decidí refrescarme asomando la cara por la ventana?

No creo que eso cuente. Además, para mi mala suerte, el calor era bien soportable; bastante a decir verdad, por cortesía del bastardo magnífico cambio de estación.

Quizá tan solo ha sido culpa de la curiosidad.

¡Eso es!

Ahora que lo recuerdo… ¡Así fue!


Según recuerdo, el autobús se detuvo momentáneamente, dejándome frente a un muro saliente de block común; pero a una distancia que, si no fui engañado por la perspectiva,— puedo jurarlo de todos modos, me vale— podría jurar que era fácilmente alcanzable, desde mi asiento.

Si hubieras estado allí, creo que lo entenderías.

(Se me hace que te ayudo)

Sospecho que la visión, la distancia, el modo en que la luz del atardecer se perfilaba sobre la superficie… el momento cada vez más prolongado del bus junto a la acera…

—Casi podrías escuchar al muro decir “tócame”.

Con toda seguridad no habrías dejado de mirarlo, tal como hice yo; como estando bajo un desmedido trance hipnótico.

Lentamente habrías permitido que el efecto de condicionamiento afectara tus deseos; y que éstos, a su vez —Involuntariamente, aunque una parte de ti ya lo ansía, a estas alturas— se adueñan de tus movimientos.

Seguro que ese cosquilleo nacido en las yemas de los dedos, ya te estaría carcomiendo mientras continuas con la vista fija en la pared frente a ti.

Ya no se trata de algo que te gustaría hacer; no es algo que se te antoja… Ahora es algo que TIENES que hacer.

—¡Es estúpido!

¿Lo es?

Sabes que lo es: podrías gritarlo

¡Estúuuuupido! ¡Mil veces estúpido!



Al interior de ti, algo valora el universo en categorías. Y por algún motivo, esto no siempre atiende a la decencia o a la razón siquiera…

Justo ahora, aquello que —variando siempre— justifica para ti tu presencia en la vida, sólo depende de que toques ya esa pared.

Tienes que hacerlo… ¡tienes qué!

No hay de otra.

Sabes que no hay segundas oportunidades.

No importa lo que digan los libros de autoayuda, ni los psicólogos… ni los maestros, ni los gurús motivacionales.
No importa qué pueda salir en palabras de esos nefastos guias.
La cosa es clara. La vida apesta porque no da segundas oportunidades.

Ni nunca, ni jamás.



No hay de otra.


—Increíblemente todo esto transcurre en un parpadeo.

Tu mano ya asoma por el borde de la ventana.
Es curioso como sientes todo en una especie de cámara lenta, pero el mundo no es así; es rápido, letal y traidor.
¿Sientes entonces esa sacudida?

YO también la sentí.

Creo que la situación en que nos metimos, nos permitió llegar a creer que la estancia de un autobús en un paradero puede ser más larga que la descripción de un pensamiento fugaz. Podríamos reírnos largamente de ello. Cosas más ridículas es muy difícil encontrar.



Tú y yo lo sabemos.

Ahora, hemos dejado la mano asentada sobre el marco de la ventanilla, como para disimular nuestras YA frustradas intenciones.

Caemos también en la cuenta de que una señora nos ha estado observando quizá tan absorta como lo estuvimos con la pared, de la que probablemente sea su casa (…)

¿Rubor?

No sabemos definirlo. El sol pega fuerte a esta hora. No quema, pero ilumina que da gusto. Es una luz naranja amarilla, que para nuestra suerte muestra el iris de los ojos en tonos abrasadoramente bellos —usamos gafas de sol: qué idiotas, ¿verdad?—, y que también disimula los enrojecimientos faciales.



Como dije, es una suerte.



Creo que se nos escapa algo…

¡Ahhh sí! El sentido del ridículo —que ahora, comenzamos a creer que siempre está allí, como los virus— quizá esperando ya ser reconocido como infección viral por alguien de apellido prominente. Férreas, se me (¿nos?) ocurre. Fígola, propones.

(¿Sabes? En algún punto he comenzado a envidiarte.
Digo, no creo que hayas estado allí… por simple ley de permeabilidad no podrías haber ocupado mi lugar. Pero parece que tu comprensión rebasa con regularidad la mía; y eso es un fastidio.
—Fígola debió habérseme ocurrido— a mí… no a ti
En fin, cosas)

A unos escasos quince metros del lugar donde pudimos haber tocado el muro —hemos visto otros quizá tan cercanos como AQUEL, pero ya no es lo mismo. Nunca lo es—damos cuenta de un poste aún más cercano al borde de tu ventanilla.

Imaginamos unos segundos, lo horrendo que hubiese resultado estar con el brazo extendido y fuera, al momento de alcanzar el poste.

No deseas imaginarlo más, por eso lo dejas pasar; no te preocupes, yo hice lo propio…
¿Notas esa incomodidad?
No te asustes, me resulta natural. Espero que sea natural.
Por lo menos es escabroso.
Describirlo lo hace menos horrible.
Un poco, tal vez.

Quizá nada.



¿Lo magnifica? Ojalá y no.

(Advertencia a enemigos de la lírica: no exponerse… Despediré con lirismo )



Saqué la cabeza. No soy culpable de más.
Saqué la cabeza. No lo podría negar.

El caso es que recordé una foto que vi a un amigo tomar,
quise emular el efecto, y mi propia foto lograr.

Tomé una.
La segunda vino enseguida después.

Al examinarlas me dije:
—Esa vista la quiero ver.

Y eso fue lo que hice.
Asomar la cabeza y mirar.

Una cosa me trae ahora confundido.
Y es que por mi narración, ya no sé si de veras fui yo,

o vi a alguno hacerlo,
y por envidia me adueñé de la sensación,

del relato y del mérito, a un regaño del conductor.

Espero haber sido yo
— Y tener los brazos completos.

Sólo eso;
De momento no espero más.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Aspirancias Bicentenarias

Es 14 de septiembre de 2010.



Te encargan unas compras. La verdad no tienes algo mejor que hacer por la tarde —pero el derecho a hacer nada debería ser irrevocable— opinas.

Tu madre no opina lo mismo.

Vales madre, entonces.

Tienes que ir a la gasolinera, ya que de todos modos tienes que salir. — ¿ya qué? El daño ya está hecho.

Llevas la Ford Escape de mamá. Modelo 2003, o 2002, pero a quién le importa eso. Una Ford Escape jamás será un tsurito.

Hay una fila algo cargada en la gasolinera.

Entras por donde ves menos autos y queda a tu costado el mar. Sientes la brisa y la momentánea sombra.

Si en éste momento te acordaras de la biblia, sería sólo de un pasaje:

“Maestro, ¡qué a gusto se está aquí! Hagamos tres chozas…”

Sin saber, desde luego, donde buscarla en caso de querer leerla. Es lo de menos.

—E ignorando la parte de las chozas



Se te acerca un tipo, te llama “jefe” y extiende hacia ti unos lentes oscuros. El gesto guarda algo de servil, y por algún motivo eso te halaga.

Te gusta

Tomas los lentes y con curiosidad los examinas, al tiempo que de reojo no pierdes detalle del sujeto.

—Cuatro cincuenta, jefe— te dice. Notas por la voz que no es de la región, y te cuestionas cosas.

—No crea que son de la feria, así baratones— insiste, como adivinando lo que piensas.

—Son Ray Ban originales, tengo el estuche…— los miras con atención y ves la firma que avala lo que él dice. Realmente lucen bien, aunque parecen estar rayados.

—De veras jefe, son originales, yo mismo me los chingué de una camioneta. —Explica el sujeto. Ahora los rayones tienen sentido. Por dentro, comienzas a notar lo hilarante de la confesión.

—Gracias, pero nomás traje para el gas ahorita, compañero— le dices devolviéndole las gafas. Antes de hacerlo, las fotografías mentalmente. La verdad se ven estupendas, aún con los rayones ligeros que llevan.

— ¡Ohh…! ¿Cuánto me da por ellas? — dice casi de un modo algo suplicante.

—Será en otra ocasión— le dices, seguro en ese momento de que tus principios no te permiten adquirir algo de esa manera. Además tienes prisa.

Quieres llegar pronto a casa para seguir haciendo nada.

—Bueno jefe, gracias de todos modos. — dice finalmente y se aleja; probablemente a buscar otro posible comprador.

Es tu turno para cargar gasolina. El dependiente se tarda lo suficiente para que te bajes y abras tú mismo la tapa del combustible.

Piensas un instante, y te regresas al asiento. Te aseguras de cerrar las ventanas y de nuevo bajas. Con una risa en los labios.

Terminas la recarga exitosamente y te alejas pensando ahora, qué hubieras hecho con tus principios, si el hombre te hubiese sólo pedido los doscientos pesos que ya llevas en la bolsa.

Te ríes.

Sabes que te estarías ya llevando puestos los lentes

Encuentras algo en ti, que puedes reconocer como el espíritu bicentenario… solo que turbio, retorcido y sin rostro.

Te mueres de risa. La brisa se lleva tus carcajadas. En siete horas más, será ya quince de septiembre.



¡Viva México!

martes, 28 de septiembre de 2010

Luego del Cementerio

Sí.
No.

Sí, siempre sí.

Aquel par de segundos fueron largos, demasiado largos para cualquier escala. Más largos que el episodio de sueño en la noche anterior (un casi literal abrir y cerrar de ojos)…

—Bueno— esos segundos fueron largos, en cualquier caso.



La portezuela (suena a otras cosas una vez que piensas en la palabra pronunciada…) se abatió, y antes de que pudiera arrepentirse ya estaba allí. De pie frente al Paraíso del Silencio

—Cerrado— desde luego. Hecho del que no se había dado cuenta por debatirse entre permanecer y bajarse, en aquellos interminables segundos frente al umbral de la escalera del bus.

Así se maravilló hasta que, ver el transporte alejarse, le hizo volver un poco a la realidad —quizás, sólo quizás, la nube de polvo fue lo que le sacó del éxtasis, por los estornudos— y entonces notó la inoportuna reja de acero a la antigua, cerrada y con un candado. 
Algo contrariado, se acercó a la entrada. Miró a través de la reja, y vio lo que esperaba ver; tumbas, pero no era realmente el ángulo de sol, ni el ángulo de perspectiva que le habían atraído originalmente…

Pensó entonces lo difícil que sería convencer al conductor del autobús para detenerse al costado del cementerio mientras él, realizaba su sesión de fotografía a plena tarde — si fuera una tarde de esas anaranjadas, sería espectacular— se dijo. Pero volvió a pensar en el problema del chofer y calló.

Comenzaba a preguntarse qué hacía allí. No lo sabía. No era así como lo había imaginado. Se suponía que debían ser unas tres o cuatro horas más tarde. Se sintió decepcionado que el cenit no hiciera lucir el cementerio como un lugar sobrenatural; así también el hecho de que estuviese cerrado, era algo que justificaba quejarse.





Capturó una, dos, tres; cinco en total. Unas en color, y otras a blanco y negro. Quizás así la iluminación mejoraría y haría el camposanto verse ligeramente más aterrador. En aquel momento, él mismo no podía afirmarlo. El exceso de luz que inundaba a raudales todo lo visible, no permitía ver con nitidez la minipantalla de la digital.

Sitió que dos minutos allí ya habían sido lo suficiente. Regresó sobre sus pasos hacia la parada de autobús y dio una ojeada a su alrededor.

—Es curioso— pensó —me siento un total extraño, y algo extraviado, aún cuando casi diario paso por aquí— ciertamente era algo difícil de explicar.

De reojo vio unas escaleras. Casi a un costado de la tortillería al otro lado de la calle. Eso no lo había notado. Parecía fuera de lugar.

Era extraño que no las hubiese visto antes.

Casi inadvertidamente olvidó sus pensamientos y dejó que su curiosidad y sus pasos lo guiaran hacia el primer escalón.





Habría subido unos diez escalones, o por lo menos, el equivalente a su propia estatura, cuando notó que estaba en un corredor; con escaleras y descansos. Varias casas se organizaban orientando sus accesos desde aquel corredor.

Cuando vio esto, ya estaba frente a una pequeña niña, que correteaba en círculos casi diminutos, mientras reía generosamente; y una anciana que estaba ahí junto a ella. Era una vieja típica, es decir, piel morena, cabello canoso largo y peinado con trenza, vestida en hipil, y como llevando en la mirada un pasado transgeneracional, casi milenario…

Él sólo alcanzó a reaccionar saludando.

— ¡Buenas Tardes! — dijo torpemente, para su propia sorpresa. Y rápido apretó el paso.

—Que le vaya bien— dijo la venerable voz, en la que desde el sonido, podía adivinarse ya la falta de algunos dientes. Nada que no pudiera esperarse. Él apenas llegó a escuchar el saludo. Se quedó con la duda de si la señora había escuchado el suyo...

Subió los escalones con un tonto frenesí.

De uno en uno. De dos en dos. De tres sólo lo intentó una vez, pues casi perdió el equilibrio, y entonces decidió que subir dos a la vez era suficiente para su bravura.

Al cabo de un rato, el sudor que el sol y el ejercicio propiciaban, le alcanzó. Y el aire dejó de serle abundante en los pulmones... Se detuvo y tornó la vista. Resultaba magnífico.

Unos árboles de exuberante follaje que segundos antes había dejado atrás, le bloqueaban la vista del cementerio y su enorme almendro central, pero lo que se podía ver era prodigioso. No tomó fotos. —No desde aquí— se dijo —más arriba; tiene que ser más arriba

Subió habiéndose repuesto un poco y aprovechando que su respiración se regularizaba.





Poco antes del final de las escaleras, halló la mejor vista de aquel paisaje frente a sí. Se veía el cementerio, ahora tan pequeño, que costaba hacerse la idea del tamaño real —inmenso— del almendro plantado desde Dios-sabe-cuando en su centro.

Parecía todo tan lejano, — y tenía que estarlo, para verse así— tan ajeno, y tan ideal que resultaba casi conmovedor.

Es el principio del éxito para cualquier mirador. No sólo permite ver; permite notar lo irreal de los paisajes reales que nos rodean. Ésas escaleras eran, por lo visto, un mirador exitoso.

Tomó varias fotos. Él mismo no sabría decir cuántas. Le gustaba el lugar, le gustaba la brisa… le gustaba la sombra que ahora mismo lo cubría del sol, y desde luego, el pequeño cementerio, y su almendrillo enorme. Todo esto le gustaba.

Le gustó

Un inconveniente timbre le indicó que su tiempo allí estaba contado. Detestando el hecho, pensó cómo despedirse mentalmente del lugar.

Subió los pocos escalones que faltaban para la cima de la colina, y justo como lo esperaba, el árbol que antes le diera sombra, se volvía obstáculo para la vista; aunque fuera curioso observar el árbol. Se le antojaba muy inclinado. Por fortuna, la sombra llegaba justo a dar sobre las escaleras. Eso era grato. Justificaba otra fotografía.





Bajó con un trote rápido. Disfrutando el olor que acarreaba la brisa. Se respiraba el mar, se respiraba la incipiente estación, se sentían con facilidad los grados menos que dejaba el viento en la cara… el descenso era mucho más sencillo que el ascenso. Y más rápido, de hecho, la velocidad le pareció demasiada, y por simple precaución, se fue acercando al pasamanos a su derecha: un continuo perfil metálico blanco que le servía para frenar su carrera. AHORA se sentía seguro.

Llegando casi hasta el inicio de las escaleras, vio de nuevo a la anciana y su nieta (se atrevió a pensar eso, aunque sabía que sólo estaba suponiendo) y una vez más sintió esa necesidad de ser respetuoso. Ello era extraño, muy extraño con desconocidos.

—Permiso— dijo torpemente y tratando de aligerar la velocidad que traía.

—Propio— le contestó la señora, siguiéndolo con la mirada, él la llegó a notar contenta. Satisfecho, bajó los escalones que le restaban y llegó al paradero.



Consultó su reloj y calculó que aún tenía más tiempo del que creía tener. Podría ir incluso caminando. Decidió que eso haría.

Pasó frente al cementerio una vez más, aunque ahora sin ver a conciencia por entre las rejas. — Sólo pasaba como si tal cosa— Aún así, como de soslayo, notó algo. No de inmediato, sino cuando se encaminó a la escuela. Estaba ya a mitad de la cuadra. —una cuadra grande, por cierto— cuando pensó de nuevo en el cementerio.

— ¿Acaso había un cambio en su apariencia (las sombras, la reja cerrada, la falta de personas al interior… algo), o sólo era idea suya?

Se juzgó demasiado lejos ya, y con tiempo medido, para volverse a comprobarlo. Se dijo que iría al día siguiente… en otras condiciones.

Había algo extraño en el paisaje que venía viendo. Había mucho verdor, para ser tiempo de sequía.

Desde la sombra bajo el árbol, desde lo alto de las escaleras, había notado el trazo algo irregular de las calles tejidas a sus pies, y el verdor no se le hacía extraño, pues pensaba que los habitantes dispondrían de pozos o agua entubada para regar sus enormes patios, pero esto era francamente asombroso… predios que limitaban sólo por alambradas que se esforzaban en mantenerse aún en pie, evidenciaban la falta de intervención humana en su cuidado.

Las plantas y árboles apreciables, iban desde comunes plantas de patio, hasta vegetación típica de las selvas calurosas usuales en la península, pero incluso había plantas que evocaban la más sincera costa, como palmeras y mangles.

No era que él fuera experto, pero ciertamente sólo ver esto le despertaba interés.

Lo más increíble era el intenso verdor y follaje, en medio de una zona que, para ser francos, sin riego, no deja ni verdear el césped sino tan solo unos cuantos árboles perennes, que, además, no ostentan el follaje más vistoso en toda la primavera.

—La primavera aquí es seca y polvorienta… y justo ahora lo que veo parece de principios de octubre— se dijo extrañado. Comenzó a hilvanar pensamientos, y se convenció que el mar estaba a menos de 5 cuadras de distancia (a saber el tamaño de las cuadras) y que las condiciones de humedad podrían ser propicias en el lugar, y otras explicaciones que una vez pensadas parecían demasiado obvias.

—Aún así los terrenos por aquí son algo… bueno, grandes— comentó. —Cierto, es zona ejidal— le respondió el modo wiki de sí mismo.

Llegó al final de la calle, y una muy alta pared vegetal se le interpuso. Dudó si doblar a la derecha o a la izquierda.

—El instinto me dice… mmm veamos… izquierda.

Y caminó unos diez metros hacia la izquierda.

Vio la vegetación a los costados de la calle, más densa que en la anterior y otra pared vegetal que impedía ver hacia dónde torcer llegando al final de la calle.
Un déjà vu siniestro y vicioso.

Un perro en la esquina se le quedó mirando de frente, como cuando un mendigo tiende la mano por una moneda, solo que el can no se movía.

Una niña llegó como a los cinco segundos de que él viera al perro, y se lo llevó con una tranquilidad inquietante. Él no había visto llegar al perro, ni a la niña o eso creía. En todo caso, la chiquilla había ido a buscar al animal, y se lo llevaba a Dios-sabe-dónde.

Cinco segundos más de silencio e indecisión.

Sintiéndose incómodo, regresó a la intersección.

—Derecha entonces— dijo riéndose de su nueva idea.

Era una risa nerviosa.





Suponía que se podría orientar con facilidad. Después de todo, había examinado el terreno como a 60mts de altura. Incluso pensó ayudarse con las fotos que había tomado. Con esa iluminación era de locos considerarlo. Él mismo apenas soportaba la claridad, con todo y las gafas oscuras.

Habiendo dejado atrás el callejón verde sin salida, llegó a un cruce más o menos reconocible. Y a su izquierda, algo lejos pero perceptible, estaba la omnipresente compañía eléctrica. Justo ahora, mirar la barda quizás electrificada y desagradable de ese monopolio era un alivio.

Se dirigió hacia allí.

Caminando a lo largo de la calle, pronto notó algo con lo que originalmente se había engañado. No había cuadras del lado izquierdo, sino pequeños senderos que se adentraban a donde-fuera que lo hicieran.

Un detalle más que no pudo ignorar, es que pese a ser estrechos, esos senderos se remetían bastante. A simple vista hubiera juzgado que tendría que verse la salida en la calle trasera, la cual ya había visto, y ni rastro de senderos.

Quizás sólo se estaba haciendo un planteamiento espacial erróneo.

Quizás el calor era demasiado —Su cabello caliente afirmaba esto último.



Siguió caminando luego de detenerse en la entrada del primer sendero lateral, llevándose la incertidumbre a cuestas.

Miró hacia atrás y notó entonces a un tipo en bicicleta, como a unos 40 metros de él, más bien cercano al costado derecho de la calle. Él estaba del lado contrario.

Regresando la vista al frente, se dijo que el sujeto torcería con seguridad a la derecha, al primer momento que alcanzara una de las laterales de aquel costado.

—No lo hizo— se dijo, como si lo acabara de ver en una película de esas que fácilmente adivinas el guión por lo predecible que es.

Volteó de nuevo. El tipo seguía atrás, y ya había pasado de largo la primera entrada a la derecha. Volvió la vista al frente.

Era algo inquietante.

Más inquietante haber adivinado.

Era jodidamente más inquietante haber pensado lo de las películas malas.



Al menos, el tipo de la bici no se veía muy alto, o muy fornido, si acaso algo un poco más que él.

Lo pensaba solo en caso…

… en caso de que tuviera…— se decía interiormente mientras volteaba una tercera vez.



Nada.



Nadie.



Es decir, gente común en sus casas, visibles desde la calle; pero el tipo de la bici ya no estaba allí. —Como si nunca hubiera estado— Claro que lo más probable era que en la segunda entrada a la derecha, hubiese torcido.



…Como si nunca

—Eso ha de ser— se dijo

…hubiera estado

—Es lo más probable— dijo ya en voz alta, sin apenas notarlo —lo más probable— repitió de nuevo. Ahora sin palabras audibles.



nunca


…allí







Un alivio casi equivalente al que tuvo cuando vio la Cia eléctrica, se le deslizó por el cuello y bajó hasta su espalda. Tomó entonces aire con una aspiración pausada y relajante.

Sintió sed y la calle casi vacía se le hizo fea. Deseó una tienda para comprar algo de beber.

Caminó unos tres metros más y a su izquierda, descubrió precisamente un tendajón. Bajando la velocidad, examinó la tienda.

—No ha de tener mucho surtido— declaró para sí.

Siguió de largo y a los pocos metros (es curioso que las tiendas estuvieran tan cercanas) apareció otra tienda; y esta vez iba saliendo una señora con una bolsa semitransparente que parecía incluso evidenciar que esa tienda tenía gran variedad de productos.

Practicamente, la casualidad transmitía un mensaje que si pudiera leerse diría algo así: “¿Ves? Lo pediste, lo tienes; aquí está lo que buscas ¿Por qué no entras a echar un vistazo?”

Ni pensarlo.

—Too good to be true… —comenzó diciendo en su mente. Decidió seguir y aguantarse la sed.

Era realmente extraño; era todo extraño.





Un señor de mediana edad colaba un piso de concreto exterior. Casi se detuvo al notarle. Por algún motivo él sintió que había algo de privacidad requerida por el maestro (si en verdad lo era) en aquel momento. Sintió que interrumpiría algo secreto, algo que no se dice, y que de hecho es grosero mirar tan de cerca.

Se limitó entonces a volver la mirada al camino— y a seguir caminando, desde luego—

Continuando con la exploración de la calle (que no parecía acabar) llegó frente a la casita más pobre, según pudo juzgar. Él dijo —jodida— por los materiales que saltaban a la vista, casi literalmente. Allí mismo, en el frente de la casucha, un árbol pequeño ofrecía una minúscula sombra. Vio entonces un vetusto montón de maderas y clavos en lo que conformaría de algún modo una casa para perro; y dentro, un ejemplar muy, muy grande, recostado, y que al escuchar el adjetivo en voz alta, levantó en seguida las orejas algo puntiagudas, y despegó el hocico del suelo. Seguramente el can debía hallarse atado a la casa o a la cerca.

Él apretó el paso de nuevo.

—Un tirón consistente— concluyó—podría tirar la casa misma, o la cerca…
(Aunque quizá el árbol pudiera conservarse en pie)

No se quedó a averiguarlo.





Llegó por fin a la esperada salida. A unas tres esquinas más de la avenida frente al mar. Casi podía sentirse en la escuela. Ya sin vegetaciones apabullantes, ya sin tipos ni bicis ni tiendas inoportunamente oportunas…

Sin embargo, dos cosas habían que no esperaba encontrar allí frente a la calle de la que venía: Una banca en el lugar más inverosímil del mundo y una cabra del otro lado del arroyo del desagüe, comiendo pasto, sin más.

Al girar la cabeza a la izquierda y ver más cabras, la cabra solitaria casi empezó a tener sentido.

Al no ver más bancas; simplemente se encaminó hacia el mar. Casi recordaba esa pintura que le salió en internet al buscar la definición de “Lo sublime” era un mar también. Otro mar, pero le tranquilizaba. Le gustaba pensar que se tranquilizaba.

Estaba tranquilo.

Diría que estaba tranquilo.

Sólo dio un vistazo más a la banca, y entonces notó un caballero anciano que venía como en la lejanía, llevando algo al hombro.

Avanzó.

Volteó de nuevo al llegar a la primera esquina. El anciano seguía detrás de él — y no sabía si era idea suya— pero no parecía tan lejano esta vez.

—Tal vez camina rápido. — se explicó

—¿y tu nieve…?— comenzó a decirse. Esto de hablar solo se le daba y que muy bien, evidentemente.

¡Con un Demonio!

Volteó otra vez.

Ahí seguía el hombre. Y él se fijó bien esta vez. Era un pico.

¡No lo estaba!

Un maldito pico lo que el vejete llevaba al hombro.

Nada de qué preocuparse —¿Vale?

¿Preocupado?
—Los animales huelen el miedo— dicen muchos— Me pregunto si los humanos…
No. Asustado… muy malditamente asustado.




Volteó de nuevo. Esta vez vio al hombre torcer a su derecha.

Sonreía.

Le sonria cuando dobló. Le sonreía a él.

¡Joder!





Llegó a la avenida. Viento a raudales, mar, unos pocos autos y contaminación de altas chimeneas. Casi podría decir que se sentía mejor.

Captó una foto curiosa. Un bosque de autos.

Pasó la entrada de la Cía eléctrica. No le gustó. Le pareció contradictorio. Tan ajeno al mar y tan muy dependiente de él.

Odioso, sólo eso.

Al recorrer la interminable pared que bordeaba el terreno de la planta Termoeléctrica, vio cercano a la acera, un Volkswagen sedán tal vez modelo 80. Lucía sucio, maltratado y viejo.

Como tuviera la tapa descubierta (para ese modelo era la posterior) imaginó que alguien estaría metiéndole mano al motor. Alguien.



Nadie.



No había persona alguna.

El auto estaba abandonado. Destapado el motor y las ventanas bajas. Nadie cerca. Despegado de la orilla; quizás más de un metro de la acera.

Cosa rara. Cosa por demás rara.



Se extrañó pero siguió. Después de todo, terminando esa larguísima barda, seguía la escuela. Nada que temer ya. La escuela era casi motivante  justo ahora. ¿Quién lo diría?

Subió la vista. Iba viendo ahora la espiral infinita de alambre de púas. Había varios restos de varios colores de lo que parecieran haber sido bolsas de plástico. Tenían distintos patrones de rasgado; seguramente debidos al incesante y cambiante flujo de viento, y a la forma de las bolsas.

Extendió el brazo derecho y lo contrajo. Notó el parecido de una bolsa rasgada tenía con su brazo; cual un miembro amputado de plástico… la bolsa entonces se sacudió se podría decir que con violencia.

Bajó la vista.
No era eso lo que necesitaba justo ahora.
Los miembros amputados de plástico ya no eran visibles; pero sí sus sombras. Una parecía el gato atropellado que vio morir, extenderse en la carretera y pudrirse poco a poco la semana anterior (en cada viaje de su casa a la escuela y los correspondientes regresos).

Náuseas

Cambió la vista hacia el mar. De los miembros amputados y gatos muertos de insoportable hedor… sólo quedaba el sonido de las sacudidas que el viento daba.

Cruzando la vista alcanzó a ver El tinglado de Don Juanito. Y se calmó de repente.

—No sé porqué me he estado portando como un estúpido. Totalmente paranoico— se dijo contento, viendo ahora el paradero y el árbol lo cobijaba, justo a la entrada de su escuela.

—Vaya cosa, me siento como si hubiese visto un fantasma— dijo, eso le generó mucha risa.

Se le hizo un enorme absurdo haberse asustado tanto.

Llegando a su área, contó varias veces lo sucedido, omitiendo las más indecentes de sus opiniones, solo por si acaso.

Dijo que habría de volver. Marina aceptó acompañarlo.

Para él era estupendo. No quería volver solo.





Así lo hizo.

Visitó el cementerio.
En auto.

Estacionó el vehículo justo al costado donde el sol favorecería la vista.

Encima del auto, la vista del cementerio (aun cerrado) era increíble. Indescriptible.

Tomó muchas fotos. No podía resistir ese espectáculo impresionista ahí tan libre, tan extraordinario que resultaba impensable que aquello fuera cotidiano.

Un vendedor de helados pasó y extrañado vio las dos figuras sentadas ahora encima del auto.

Él compró un par de nieves con barquillo y aún en el techo, se dedicaron a saborear los sorbetes.

Luego de un rato, él propuso subir las escaleras para ver probablemente la magnificencia del atardecer.

Subieron

Se quedaron allí hasta que el sol se puso.

Fue espléndido: un cuadro expresionista que cada quince segundos era modificado, hasta que el punto luminoso desapareció por completo, dejando sólo la estela naranja-rosa tras de sí.



Bajaron muy contentos, platicando animadamente.

Llegaron al punto donde estuvo el día antes la niña y la abuela. Allí estaba de nuevo la pequeña, pero la acompañaba ahora otra dama. ¿La madre tal vez?

La niña jugaba con una pelotita rosa. La dejó caer por error y entonces él la levantó.

Ante la mirada aprobatoria de la señora, se acercó a la niña, y devolviéndole la pelotita

— ¿Dónde está tu abuelita, peke? — dijo él sonriente. La nena era graciosa de los pies a la cabeza.

—Nooshe — contestó ella tomando la pelotita y perdiendo el hilo de la conversación.

— ¿Su abuelita? — dijo contrariada la señora.
Por algún motivo él ya estaba seguro de que hablaba con la madre de la niña.

—La señora que ayer estaba con la niña, ya sabe, como a medio día.

—Pero… pero eso no puede…—explicaba la señora descomponiendo su rostro y hablando como para sí misma...

— ¿Qué dice? — intervino Marina, extrañada

como si hubiese visto un fantasma
—¡Ella… su abuelita… mi mamá murió pues!

—¿Murió?

como si hubiese...

—Ayer hicieron justos cuatro años. — dijo la señora ya con lágrimas asomando. —La edad de mi Rubí— añadió indicando a la niña con los ojos.

—Entonces…— dijo él

visto un...




—Ella descansa allí— dijo de nuevo la madre, apuntando al cementerio, que justo ahora, parecía tener la reja abierta. (Quizás viéndose así por el farol ya encendido a su entrada.)



Marina se quedó viendo a la señora y la niña.

No comprendía.

Miró de nuevo a su amigo y lo descubrió bajando a prisa los escalones.

—Discúlpenos— dijo, y le dio alcance.

Él encendió el motor.

Se alejaron sin cruzar una sola palabra.
Él no necesitaba dar explicaciones.

No iba a dar explicaciones. 

Preferiríamos equivocarnos, a tener razón muchas veces.

¡un fantasma, carajo!


 
Al menos él, eso pensaba justo ahora.



11 de Marzo 2010

sábado, 25 de septiembre de 2010

Aankyuvaak

Reposaba en medio de su lóbrego refugio. Se hallaba quieto en medio de un agitado frenesí, que le era ajeno y le turbaba.



Cualquiera se opondría a llamar ‘refugio’ una zona tan bulliciosa; las idas y venidas alrededor suyo no daban reposo… esos zumbidos inacabables… ese torrente de espasmos —pero así se suponía que fuera— y eso era el reposo, en medio de su obscuro sitio.

No había paz, eso era irremediablemente cierto; odiosamente cierto. No había paz, era anhelantemente cierto.

Su familia; por su enorme familia— principalmente



Intentaba soñar. Concentrarse en soñar. Intentaba crear un sitio donde fuera posible relajarse e intentar… —lograr— soñar de verdad.



Le fastidiaba el zumbido colectivo. Le fastidiaba el zumbido aún en lo individual. Le fastidiaba mucho más su propio zumbido; era más difícil de soportar que cualquier otro.

Ser condescendiente con los demás apestaba pero serlo —con uno mismo— sería en definitiva, una putada.



No se sentía a gusto en medio de aquello, pero no conocía nada más. Tan sencillo como eso.

No conocía…

—Nada más.


Algunas veces, uno que otro imbécil, se aventuraba a tratar de “ayudarlo”, que consistía principalmente en cuestionarle cosas; relacionadas con su desdeñable rareza, o el hecho de que considerara despreciable la mayoría de lo conocido.

Casi nadie mencionaba éste segundo asunto. Y es que casi nadie entendía de ello.

Aankyuvaak los perdonaba por esa razón. Les permitía redimirse, desde su perspectiva. Tal vez no podría decir que él fuera generoso, pero algo había en todo caso, algo de eso.



Sin importar cómo, ni porqué, Aankyuvaak se sentía solo.

Indescriptiblemente solo.

Terrible e inmensamente solo.

—Aunque media centena de compañeros pasaran frente a sus ojos cada 10 segundos— Muy, pero que muy solo.

(Bien pinche solo)


—Porqué no eres normal?

—Qué es normal?

—pues aceptar que uno debe ser lo que debe ser

—Cómo sabes que no te equivocas? Quién dicta lo que debe uno ser?

—…

—y a todo esto, para qué alguien ‘debería’ ser? No basta ya con que ‘sea’?

—… adiós, Aankyuvaak. Mejor molesta a alguien más…



Con frecuencia, para terminar estas charlas, se decía en voz alta:

—Con gusto esperaré que otro inútil vuelva a interrogarme…

Son tan… predecibles —pensaba— Nada hay que puedan motivarme.



Estaba equivocado.



—Vale— bastante equivocado. Cualquiera se equivoca

—Aunque él no creyera ser cualquiera…


Volar era una efímera manera de olvidar su escabrosa soledad y su insulsa existencia.

Y por alguna razón creía que si él fuese un poco más como-los-demás, podría no ya gustarle, sino fascinarle con estúpida motivación, esa existencia tan pueril. —Era lo que suponía.



Volar era grandioso; siempre que no se tratara de una desbandada con tres decenas de compañeros a cada costado…

Las masas eran otra cosa que no le terminaba de gustar. Si debía tratar con los otros, prefería hacerlo uno a la vez.



Los juegos de moda no le parecían nada interesantes. Una vez que los entendía, dejaban de tener aquel sabor de novedad. En su opinión, lo que no se ha visto tiene valor, y de lo que ya se ha visto, nos queda el dolor.



A veces se preguntaba de donde venían esas cosas nuevas, pues —se decía— los suyos no eran de tipo ‘voy a renovar esto, o lo otro’ y así, terminaba creyendo que muchas cosas eran simple y horrenda casualidad, no más que eso; aunque había quienes insistieran en pensar lo contrario. Le daban un poco de lástima, estos últimos, pero nunca la suficiente para acercarse a ellos.

Jamás la suficiente para que en verdad tratara de entenderlos, —y menos— darles la razón.




Algo le asombraba:



La temeridad sanguinaria de las chicas.

Muchas se tomaban riesgos altísimos para saciar su voracidad —Muchas morían —

Era algo simplemente admirable.




Quizás su única amiga, Lynlyuik, le contó en varias ocasiones, lo enervante de los riesgos al vuelo. La imaginación de Aankyuvaak se desbordó.



“Diez segundos allí valen más que un siglo aquí” le contaría ella.

Como Lynlyuik manifestara jurarlo— y aunque no era más que una apreciación— él le creyó.





La idea fue sopesando y fijándose en él progresivamente.

Le iba bien, le agradaba.

Le atraía. Más que las cosas que ya conocía…

Más que el vuelo, más que la soledad desacostumbrada, más que la irracionalidad de la reproducción.

Más que nada, últimamente.

Le atraía.

Sólo quizás, demasiado rápido.



Quizás.

∞ 

Veía y escuchaba las maniobras, las técnicas, las experiencias.

Se enteraba de lo que deseaba sin preguntar. En el barullo habitual nocturno, todo salía a flote. Incluso muchas cosas que desearía no haber sabido.

Igual, seguía escuchando inconmovible, enfocado, avispado.



Realmente nunca había pensado en suicidarse —que es lo que cuenta para el suicidio.

No lo había pensado.

Ni lo pensaba ahora mismo. Sólo escuchaba. Atendía.



Callado, inmóvil. Imaginaba tal vez.




Llegó su oportunidad.

Lo había decidido; sería el primero. No quería compañía en su primer asalto. No le apetecían zumbidos, no esta vez.

No nunca.





Estudió lo que tenía delante.

Un gigante; no será tan difícil—juzgó



Fueron quince segundos.

JODER con esto! —Lynlyuik no podía tener más razón. —Si vivir significaba algo, tenía por fuerza que ser esto!!

Tenía el rostro con rastros de sangre y un gesto de orgásmica alegría.

—Extrañamente alegre— diría cualquiera de sus compañeros. (Realmente no importa cual; tienden a pensar igual, de todos modos)


Quizás estaba ya demasiado alegre.

O tal vez demasiado cansado.

Muy sumido en sus pensamientos, y en piloto automático?

Nadie podría decirlo con certeza.

—Hay cosas que tan solo no se pueden conocer



Un movimiento certero — en un momento de alegre ceguera— lo contrajo de golpe.



Sangraba. Sangró mucho. Casi todo lo que hubiese podido.



Una palma lo separó de su emparedado, y lo sostuvo — así pegado como estaba— para observarlo desde arriba. Allí quedaba algo que solía ser Aankyuvaak.



El hombre lo miró de frente, cara a cara —por decirlo de un modo— y lo admiró. Había algo extraordinario en aquel ordinario detalle.



Aankyuvaak, como pudo esbozó una sonrisa. Era real y plenamente feliz.

Acababa de comprender algo —que supo— aquel hombre también había entendido, que en un nivel, eran lo mismo; iguales.

Supo entonces lo que él era.


Le bastaba.



El hombre salió un poco de su azoro, y con cierta envidia, se quedó aún observándolo.

Tomó una servilleta, y el papel comenzó pronto a desprender los restos del —quizás aún vivo— cuerpo…

martes, 13 de julio de 2010

Este Viento

¿Alguna vez has sentido este viento en la cara?



No el que se azota en uno,

Sino el que llega suave

Y se posa en las mejillas,

El que tranquilo llega a tus pulmones,

El viento que es insolente al sol

E inmune al calor…



¿Conoces ese viento que saluda

Desde que mueve las ramas

En los árboles alrededor,

Que se cuela por entre las hojas,

Que nos despeja la mente

Y reanima el corazón?



¿Conoces aquel viento que mueve,

Que da vida, que es esencial,

Que se puede ver con los dedos,

Cual si fuéramos ciegos,

Que se le reconoce con los labios

Y se saborea con el paladar?



Que nos funde en un beso fluido,

Que nos acaricia seguido,

¿Ese viento que se agradece,

Tan solo porque no languidece,

Lo conoces?



El viento que sin avisar,

Desaparece de súbito,

Como si fuese a borrar

Por completo del mapa,

Su ínfima sustancia…

Que regresa tras la pausa

Que agobia y quebranta;

Y que sin beber, refresca

La mente y la garganta,

¿Lo has sentido?



¿Has experimentado despertar

Cubierto por una delicada

Capa de frescor,

Alojada seguramente

Por el viento que viajero,

Se aloja junto a tu lecho?



¿O desquiciado de calor,

Has dado de juramentos hasta que,

Al sentir el viento,

Te sientes agradecido,

Ligero y adormecido?



De este maravilloso fluido,

Muy poco he oído hablar,

Aunque si pienso un poquito,

¿No es a él al que se refieren,

Cuando se menciona acaso,

El famoso “soplo divino”?



Azaroso e indefinido,

Inundador raudalero,

Vertiente de todo ser que respira,

El viento no tiene fin,

Pausas sí, por lo visto.



En demasía ahoga,

Como una gigante ola,

Con su furia invisible,

¿Pero quién sería tan insensato,

Para, con todo, no amarlo?



Este viento es vida,

Es salud, es aliento,

Este viento alimenta,

Acrecienta, reconforta,

Este viento enamora,

Enaltece, inspira,

Y aunque poco a poco nos mata,

Bien lo vale,

Este viento.

viernes, 11 de junio de 2010

Lo admito, Soy Mexicano

Vulnerable seguramente en Arizona... suceptible de ser remitido a la pesadilla Mexicana por ir en pos del sueño americano...

Soy Mexicano

No hay duda, es decir, incluso el INEPTY tiene ya esa información de mí;  soy hispano parlante, vivo en Latinoamérica, me gustan los tacos, las palabrotas, las parrandas, creo que odio levemente a FECAL y  al parecer no puedo resistir ver jugar a la selección mexicana en un mundial de Futbol. En conclusión: debo ser mexicano…
Recuerdo que inicié Teclado Expresivo sin un propósito particular, el preciso día que México ganó una medalla en los Juegos Olímpicos de Beijing
“Primera y Diez” Dije. No pretendo hoy, como fecha simbólica, cerrar el blog o algo parecido, pero es curioso que me sienta casi obligado a escribir acerca de ciertos asuntos que suceden y que me parecen curiosos.
Me pregunto mucho si la idea marxista de lo históricamente Inevitable, viene tanto a cuento, en lo que llamamos la realidad; ó si se trata de algo inevitable, precisamente por ser debido a alguna explicación que de mencionar, sonaría conspiracionista.
En “Primera y Diez”, recuerdo haber mencionado un asunto con el senado; como si, a sabiendas de  que  a nadie interesa realmente el hacer de nuestros legisladores, aunado a la excepcional cobertura de los momentos deportivos, (impulsando aún más a un desinterés por asuntos de política que pudiesen ser en otro momento criticados por los medios, con su oportuna declaración pública...) se hubiesen realizado movientos a juzgar, muy rápidos, para el ritmo acostumbrado del congreso.
La Imparable H1-n1, que desde la reformulación de ciertos limpiadores domésticos, no parece de lejos ó de cerca, una amenaza; en abril 2009 pareció ser suficiente noticia para pasar desapercibida otra de estas sesiones interesantes de nuestros H. Legisladores, que aunque el resto del tiempo no se preocupan de trabajar; en esas fechas, contrario a la lógica (y a saber, si incluso en contra de las reglas del congreso mismo), lo hicieron…
Hoy mismo, 11 de junio 2010, resulta una vez más interesante que resuene tanto el vacío del 0-0 que se vivió a eso de las 11am, y se ignore de nuevo,  la sesión que tiene lugar con legisladores en mi misma ciudad… una ciudad sospechosamente apartada de la civilización, aún en el paraíso tercermundista al que llamamos "nuestro país" ¡Y eso que hay gringuisladores también!
Curioso, muy curioso.
Mi abuelita negó la hipotética posibilidad de irse a Sudáfrica, ganándose un viaje, por un honesto miedo al canibalismo. Lo que se me hizo ligeramente incomprensible (y risible hasta las entrañas) en un principio, se aclaró a unos 30 minutos luego del partido inaugural del Mundial 2010. Conocidos actores de “La hora pico” con motivo del mundial de futbol, enfocaron determinado sketch a divertir (...) aportando datos de dudosísima fiabilidad, entre los que se enlistaba, asociándolo a Sudáfrica, el canibalismo…
Mi abuela no sabe leer ni escribir… aunque supongo que no hace falta ser poseedor de esas facultades para captar lo que enseña “La hora pico”.
Oh surrealista, Oh pandemónico, Oh ignorante, Oh violento, Oh conformista, Oh televisero, Oh piadoso, ¡Oh bincentenárico México!  Espero que Dios te apoye en el mundial (yo no)… y que no llegues al tricentenario; No así como eres justo hoy.
Nos vemos en la Meta, México.

martes, 25 de mayo de 2010

Volverte a ver

Cuando abrió los ojos, repitió la misma respuesta que daba desde hacía cinco días.

−¡Volverte a ver!

−Okey− dijo su madre−pero ¿sabes? Cada vez me convenzo más de que no dices eso por mí…− le explicó con una sonrisa, acariciándole el cabello y salió de su recámara.

Sonrió a su madre y se puso en pie sin responder, con la sonrisa aún dibujada en la cara.

Cuando escuchó tocar la puerta del cuarto de su hermano, se hundió de nuevo entre la almohada, aplastándose la mejilla y deshaciendo la sonrisa.

Se mantuvo ahí tirado sobre la cama un par de minutos y luego puso en el estereo “New York”, con la voz de Bono sacudiendo un escenario distante y repleto…

−¿Me prestas tus tenis azules?− interrumpió Roberto en mitad del momento entusiasta de la canción. Siendo ignorado, vio a su hermano subirle al estereo, y cerrándo los ojos gritar “NEW york, New York!!” Roberto dio un suspiro y se preguntó si de verdad merecía no tener un solo hermano normal, como sus amigos.



Roberto, con los tenis que deseaba en mano, se recordó a Román y su interminable viaje de mochileiro que llevaba ya unos 6 meses, de quien sólo ocasionalmente se acordaba, por las continuamente recibidas, fotografías donde a Román se le veía, casi en idéntica posición, en diversos sitios urbanos y rurales de sudamérica. A partir de la tercera foto de este tipo, Roberto escuchó a Rodolfo decir que eso no era nada nuevo, que así hizo el duendecillo de jardín del padre de Amelié Poulain y que Román no hacía más que imitarlo.

Roberto sólo pudo juzgar que sus dos hermanos estaban dementes.



Al reportarse al desayuno, los dos chicos traían caras de felicidad, y vaya que debían tener motivos: uno de ellos con un par de nike 90 azules edicion especial en los pies, y Rodolfo, habiéndo despertado con U2, no estaba falto de motivos. Doña Carmen, se dijo una vez más que no alcanzaba a entender o siquiera imaginar los pensamientos de sus hijos, aunque los amara tanto como lo hacía. Lo mismo podría decir de Roldán, sus esposo y el padre de sus hijos.

Doña Carmen no era genetista, ni nada por el estilo, aunque se juraba que en su familia no había tal clase de rarezas, por lo que hacía responsable de las conductas de sus hijos, a la familia de su esposo. Ella no sabía de casos extraños de sus antepasados, con la rara excepción de su tío Lorenzo, quien debido a su trabajo en un barco de cabotaje, llegó a generar una gran cantidad de familia en toda la costa del golfo. Recordaba la casi naturalidad con su familia recibía cada cierto tiempo a hijos e hijas del tío Lorenzo, algunos con parecidos inminentes, y otros que ponían en duda la paternidad del tío…

Carmen consideraba que fuera de aquel suceso tan enormemente aislado y excusable de nombre tío Lorenzo, en su familia no había rarezas. Aunque la verdad nunca hizo por conocer la juventud de sus otros tíos; de sus abuelos… o sus mismos padres. Para ella bastaba por tenerlos como santos y ya.



Roldán llevó a los dos chicos a la escuela.

−Tu moto sale mañana…

− ¿De verdad? – dijo rodolfo. Roberto no perdía detalle, pero la verdad no era que la cosa le interesara mucho.

−pero ten más cuidado, ¿sale?

−jaja, está bien, ya no vuelvo a tomar fotos mientras conduzco

−Estás loco… − le dijo roberto a su hermano, antes de bajarse, meneando la cabeza

−Por cierto, me debes como dos mil pesos por la moto¬− dijo don Roldán y padre e hijo se carcajearon.



Los amigos de Rodolfo quedaron con él en salir a correr de nuevo. Rod ansió que llegara la tarde.

Nada nuevo asomó en toda la tarde. Ni en la tienda de costumbre.

Fastidiado, se encaminó a casa y aunque la luna menguante estaba bien a la vista, no le importó perdérsela, mirando en vez, a la calle a través del cristal sucio. Vio personas, edificios, tiendas, coches, y luces que a través del cristal como que formaban círculos entre los muchos rayones.

Antes de abandonar el centro, su autobús debía cruzar un paso peatonal más, el último previo a dejar la zona. Antes de llegar al mencionado cruce, una dama de a bordo, sufrió un ataque… todo mundo se alarmó, y el chofer, pidió a los pasajeros cambiarse al autobus que tenían delante, para comenzar a arreglar las cosas y continuar el viaje.

Varios curiosos se arremolinaron de prisa en torno al autobús. A Rodolfo le fastidió más la situación. Al momento que subía al otro autobús, pudo ver a la niña de la extraña sonrisa. Era ella, no había duda.

−¡Es ella! – dijo casi gritando, y mereciéndose varias miradas. Ya a nadie se le antojaba otro ataque… o escena de tipo alguno.

La amenaza del autobús se cumplió, reanudando la marcha en un santiamén. Rodolfo sintió unas ganas enormes de bajarse, o arrojarse por la ventana o algo, cuando al volver a mirar hacia ella, notó una vez más que sí era quien creía… pero estaba acompañada…

El autobús apagó las luces del interior: un poco de luces de avenida y otro poco de luz de luna iluminaron los asientos junto a las ventanas. Rodolfo tenía uno de aquellos. Lo abandonó corriéndose al inmediato, cercano al pasillo, y haciéndose oscuridad en la cara.

Recordó la última vez que vio a la chica antes; se llevó un dañó la mano.

Esta vez con ambas manos en buen estado, en las penúmbras del autobús suburbano, llevaba una esperanza hecha trizas...

domingo, 16 de mayo de 2010

No pudo DF

No pudo la ciudad mas grande del continente,

Ni el murmullo incesante de toda su gente

Ni el pavoroso frío bajo la puerta

o el paisaje que desconcierta,



De mi mente apartarte ni un momento

No pudo, lo digo y no lo invento

ahora que antes de dormir de ti escribo,

Y feliz, como pocas veces, me siento vivo.



Pensarte, se volvió necesario

Soñar contigo, un requisito

¿Por eso al cerrar los ojos, a diario,

parece el sueño tan exquisito?



Lo millones y sus problemas

Sus posesiones y sus dilemas

No me han impresionado tanto

Como el sólo recuerdo de tu canto



Tienes flores ya de por sí,

No es necesario entonces que diga,

Ni que explique ni que te escriba

Lo lindo que es todo de ti,



Mas como buen necio que soy

Una excepcion a lo lógico hago

 Y te dedico este verso vago

Que a tu salud escribí hoy



Confío, sea de tu agrado;

es sólo una composición

De un tonto bastante reacio

Para cambiar su opinión…










Enero 2010

Ztul

miércoles, 28 de abril de 2010

A Tí Te Tengo Cada Noche

—A ti te tengo cada noche, a ella sólo en abril, y casi nunca. ¿Entiendes?

—No— respondió obstinada, enarcando su ceja de costumbre y mirando hacia su derecha.

— ¡No puedo creer que esa montonera caediza te interese más que yo!

—Intento que entiendas; eres especial, pero ella también… casi nunca la veo así. Y ésta es mi primera vez en años, ¿recuerdas? La primera vez desde mi tercer despertar. —expliqué

— ¡Como quieras! — dijo ella alejándose, sin tratar de comprenderme.

Llegaba yo a casa en el bus. El aire que osaba colarse por la ventanilla era bendito para a mis calientes mejillas… comúnmente temo que el viento me revuelva demasiado el cabello, mostrándolo horrendo, pero hoy, ni la más mínima brisa se asomaba a través de aquel orificio en la cara izquierda de la (bien llamada por Citlali) “cage with wheels”

Al bajar, luego de que el conductor fuese abucheado por una tontería, me sentí un poco libre de la atmósfera caliente que reinaba al interior de la Unidad no-recuerdo-el-número de la “Nueva Manera”, me sentí libre del agobiante sol que en abril hace sus días… recordé que apenas unos instantes hacía que un trueno resonó, como resquebrajando la masa de nubes que sobre todo lo visible se advertían.

Eso fue, se resquebrajó el nubarrón: la evidencia cayó presta en el dorso de mi mano izquierda; la delatora corrió un par de centímetros sobre mi piel, y un segundo después más evidencia comenzó a regarse, gota a gota, en todo el alrededor.

Caminé lento, pero con una preocupación: el hámster se mojaría, de no ser que llegara a tiempo para impedirlo… Un minuto después, un glorioso éxtasis inesperado me invadió.

El aroma de la lluvia incipiente sobre el suelo, es un deleite momentáneo que mucho me gusta olfatear… pude distinguir dos aromas, el del suelo construido y el de las zonas no cubiertas por concreto ni pavimento. Sin duda, es más penetrante el olor de la tierra sola, sin intermediarios.

Una vez que me deshice de aquellas molestas cosas que temo perder porque sé que al momento no importan, pero que me facilitan la vida en lo general; salí y recibí con una sonrisa las gotas en la cara… aún sin sol, la claridad me pareció altísima. Cerré los ojos y escuché pasar el viento junto a mi oreja derecha; rugiente, bravo, e intempestivo. Abrí los ojos y escuché un sonido que me trajo al mundo real de nuevo: los jodidos pollitos piaban de frío mojándose por la lluvia.

De regreso adentro, la luna asomó, y comenzó a replicarme, celosa de la lluvia.

—¡Demet! — dije una vez que se alejó —La amo, pero ¿tiene que ser tan difícil?

jueves, 22 de abril de 2010

Juliancito

7:56pm

/Adrián R. Olañez Yuseff// 4 años/

El proceso del divorcio de los padres, parece no haber alterado sus conductas significativamente, con la excepción de asegurar un disgusto por la oscuridad de la noche. No ha querido jugar en lo que va de la semana.

He pedido a la madre, quien quiso dar inicio al tratamiento del niño, que lo traiga a partir de mañana, en horario matutino.

Hemos quedado que el chiquillo asistirá a terapia antes de su hora de entrada al kínder.

Me parece posible que el niño relacione la oscuridad con la hora de dormir, y con ello el momento de las aparentes disputas ya interrumpidas, de los padres, rechazando así el hecho del anochecer. (Es hipótesis)

˜

—Todo por hoy, me largo ya­— se dijo Amanda, cerrando la notebook, y el caso, por el día.

Recogió su chaqueta, mirándola con rechazo y mostrando flojera al gesto de levantarla. No había frío. Hacía tres meses que no había frío, salvo algunas cuantas semanas heladas, de frustrante relación con el latoso cambio climático.

No había frío, pero ella como muchos en aquel edificio, usaban aquel tipo de ropa, por nada más que por mostrarse profesionales.

Llegó al estacionamiento pensando en lo callada que había estado Karina, la madre Adriancito. Era curioso que hoy hubiese conseguido cerrar la boca la señora aquella. Amanda pensaba que la tal Karina llevaba a su hijo, sólo para disimular que era ella misma quien necesitaba la ayuda. El descubrir a su marido enredado con media docena de mujeres (actrices, maquillistas, chicas estúpidas que se mueren por irse a la cama con cualquier figura que haya salido hasta en un comercial de pasta dental…); dio al traste con el sueño rosa de la mujer. — Al parecer, la familia perfecta con casa en los suburbios y vista a la playa.— ¿Qué más daba? — Aquello era la vida real, donde toda esa clase de cosas, aún cuando no podrían ser llamados con justicia “pan de cada día”, eran frecuentes.

Lo extraño de Karina, es que hablaba mucho, contaba demasiado; y por lo que Amanda recordaba, ella nunca le dirigió más preguntas que las referentes al niño; la señora escupió todo limpiamente.

Igual y ya hoy se había quedado sin algo más que agregar a su historia. Quizás el encuentro con los abogados que mencionó por ahí, sería pronto y eso la traía con pendiente. De cualquier manera daba igual.

Amanda resultaba una mujer bastante práctica y lista: Se había autodiagnosticado parafílica de un voyerismo narrativo. Le encantaba escuchar de viva voz las penas de los demás. Conocer la intimidad ajena a través del habla, la ponía tremendamente encendida… Si Karina supiese que durante dos semanas había impulsado a Amanda a follar gloriosamente, difícilmente se lo hubiese creído. La atenta y discreta psicóloga no parecía esa clase de persona, aunque el calor entre sus piernas dijera lo contrario.

Amanda llegó a casa un tanto desilusionada, Karina no le había aportado nada nuevo. Empezó a forzarse a recordar una de los relatos más largos que hubiese escuchado de ella.

Lo recordaba casi todo; al menos, la sonrisa en sus labios y el beso apasionado a su marido, expresaron algo con ese sentido.

— ¿Qué más daba? — pensó, antes volver a besarlo y cerrar los ojos…

˜

Irene se hallaba en lo que podría considerarse su momento favorito en el trabajo; la hora en que los niños han salido y le dejan hojear su revista de chismes y fotos de famosos con poca ropa (ocasionalmente se trataba catálogos de zapatos o novedades para adelgazar). Le gustaba aquel momento, la tranquilidad era casi tan apabullante que le inhibía llevarse a la boca cigarrillos durante las horas restantes en la escuela, por lo que su adicción, se volvía por instantes soportable.

Es cierto que la enseñanza preescolar no es realmente exigente; aunque a ella le parecía algo muy vivencial, muy experimental… Irene se decía constantemente que una preparación de Psicología o Enfermería, vendría tal vez a ser más adecuada para lo que significa “enseñar” en un Kínder.

Ante su clase, era fácil fingir ser adorable; bastaba decir “cariño” o “Dulzurita” alternados con una sonrisa cada 10 minutos y nadie notaba lo mucho que eso le fastidiaba. Ojalá pudiese volver a los tiempos de estudio y elegir, elegir algo, cualquier cosa que no fuese impuesta por mamá; tal vez eso fuera el origen de todo. Es decir, los niños no le desagradaban del todo, sino la forma en que terminó ahí como maestra…

—¡Sandy! — dijo aullando más que gritando, una voz que se aproximaba con rapidez…

— ¡Sandy! —Insistió la voz. Era Pili, la educadora más joven (y según muchos pequeños, la más bonita también), que venía pidiendo socorro, en un estado francamente lamentable: los largos cabellos revueltos, la cara pálida, con ojeras, y una tartamudez desconocida.

Sandra Irene se preocupó y preguntó a Pili qué tenía… Pilar no pudo explicar sin trabarse unas diez veces…

—Calla y calma… ya vuelvo— y fue a la sala del profesorado, a buscar un par de tés, y unos calmantes a su bolso.

Estaba a punto de salir, cuando alcanzó a percibir de soslayo una silueta pequeña, cerca de la puerta de entrada al aula, justo a su derecha. Cerró su gabinete y al voltear hacia fuera, nadie. Se dio la vuelta como por una sensación inusual, y ahí estaba Adriancito, el conocido hijito del famoso Julián Olañez…

—¡Niño! No hagas esto, me asustaste— dijo al verlo, notablemente alterada, pero tranquilizándose rápido.

—Disculpe usted, señorita… p…erosieralaintenci…— dijo balbuceando casi lo último, como diciéndolo para sí…

—¿Cómo dijiste? —preguntó Irene, que notó algo raro

—¿sabe? No ha sido culpa mía, lo de la señorita Pilar…

—Pero, pero quién te dijo que fuese culpa tuya… No, anda, ve a tu salón, y diles que ya vuelve la señorita, ¿vale?

—Yo no miento señorita… Maslevaldríaquemin…— el niño dijo esto bajando la voz de nuevo, ya sin preguntar. Desesperándose un poco, la maestra le dijo que se diera prisa en llegar al salón.

—Pensé que ese niño hablaba claramente— se dijo al verse sola. —En fin…

—Pili, ¿cómo sigues? — dijo preocupada una vez más, Irene a su joven amiga. Desde que se conocieron se agradaban mutuamente, y podría decirse que se las veía como hermanas. Irene casi pensaba en Pilar como una hermana menor, casi.

—Me… ¿me trajiste un té? — dijo Pilar, no sin tragarse una cantidad sonora de mocos, antes de hablar.

—No sólo un té. — Contestó entregándole la píldora— Tienes que tomarla y contarme que rayos te pasa ¿sí? — de buena gana se tragó Pilar el comprimido y bebió la mitad de la botella que luego sostuvo en manos; al menos su llanto ya se había detenido. La tartamudez tardó un poco más en irse.

—Artu… ¡Arturo me dejó…!— dijo llenándose de lágrimas los ojos una vez más. A Irene ya le empezaba a desesperar el asunto. Se recordó a sí misma en relaciones que habían terminado de forma parecida tiempo atrás, y aunque sabía el dolor que se sentía en esas ocasiones, sentía envidia de su amiga; era más bella de lo que ella había sido, y con seguridad, Arturo sería sólo un escalón más en su camino. Al cabo tenía un cabello lindísimo, un cuello largo y soberbio, mejillas finísimas, y labios rojos por naturaleza, una cintura pequeña… manos cálidas… a través de los cándidos modelos que permitía la escuela, se adivinaba además, una forma de lo más envidiable, muslos torneados, pechos firmes… piel suave, y un aroma… Irene se detuvo; se forzó a detenerse. ¿En qué estaba pensando? ¿Por qué había derivado así al pensar en su amiga…? Cuando recobró la atención, escuchó a Pili decir:

— ¿Pero no sé cómo es que lo sabe? Si sólo hablé en el auto… no sé cómo es que sabe—dijo, aunque ciertamente, Pili explicaba más a sí misma, que a Irene.

—¡Pero lo sabe!, Sandy… el monstruito lo sabe… —explicaba Pilar con una mirada idiota que recorría el contorno de la rosca de su bebida—está muy raro… ¿o seré yo? ¡Qué sé yo!

—¿Monstruito? ¿Raro? — eso era extraño, Pili solía decir acaso cosas un tanto necias y raras para referirse a algunas personas, pero sin duda, esto no era su tipo…

—¿De quién hablas, nena? No te voy entendiendo. — explicó Irene.

—El niño guapito… el hijo del actor— explicó con rudeza Pilar— Sí sabes quién —dijo con ojos asesinos

—¿Juliancito? — Por el parecido con su padre, eran varias las personas que le decían así, aún cuando su nombre era Adrián.

—Se llama Adrián, y sí, él… ¡es un monstruito!

—Pero, ¿de qué hablas? Aquel niño apenas y habla bien. — contestó ella, recordando el episodio en la sala del profesorado.

—Se equivoca, señorita, sé hablar, y eso es lo que no le gusta— dijo el chico apuntando a Pila

—¡Es él! —chilló Pilar con un alarido

—No es mi culpa, señorita… ya se lo dije— insistió el pequeño, parado aún en mitad de la puerta; paseando la vista de Irene a Pilar casi demostrando que no se refería a ninguna en particular, o quizás a ambas.

— ¡Arghh! ¡Aléjate monstruito! — dijo acaloradamente Pilar. Irene adoptó inconscientemente una posición intermedia entre el chiquillo y su compañera.

Había algo que no le gustaba en ese niño, y no sólo era que las hubiese interrumpido con algo privado…

—Julián, no debes estar haciendo esto… escuchar a la gente mayor a escondidas no está nada bien.—dijo Irene con la voz más seria que pudo emitir —Vete a tu salón, como te dije.

Era algo más, algo indescriptible y que en parte surgía del terror con que Pilar veía al mocoso. Otra parte de su creciente miedo, venía en directa relación con los lentos pero seguros pasos que el chico había iniciado cuando ella le exigió irse…

—¿De verdad es tan malo que esté aquí, señorita? — dijo burlonamente; casi pícaro, de no ser por los ojos tan abiertos que comenzaban a inyectarse de sangre, y a causar una especie de tic, en Irene, que trataba de mantener la mirada… mantener la imposible mirada perdida de aquel monstruito, porque sí, justo ahora dejaba de ser un niño…

El chiquillo se aproximó más y más, tanto que casi estaba exactamente a la mitad de la distancia de las maestras a la puerta.

—¡Aléjate, engendro! — vociferó Pilar, cubriéndose los brazos y bajando la cabeza en alguna clase de movimiento rítmico de atrás hacia delante.

—¡Pilar! — dijo asustada Irene, ya no por las imprudentes palabras para dirigirse al pequeño engendro. A decir verdad, estaba de acuerdo con eso. Pero el gesto de la chica la asustó aún más

— y tú niño, ¡vete!... por favor, vete — insistió, sintiéndose desfallecer pronto, sin fuerzas y profunda, terriblemente aterrada. Los ojos de ese niño veían demasiado dentro de ella, casi podía sentir la mirada recorrer su mente.

—Ya ahora, creo que es tonto seguir diciéndole “señorita” a usted, Irene— dijo el mocoso con una sonrisa demasiado divertida, demasiado sucia para su cara, y demasiado sobrecogedora así unida a la expresión de los ojos que al momento llevaba…

Como el chico se detuviera un momento en su lento avance, las fuerzas volvieron, y la confianza de Irene se reanimó ligeramente.

—Ya vete, o llamo a la Directora— dijo amenazadora, e interponiéndose a consciencia, ente la atribulada Pilar y el horrible Juliancito que ante sí tenía.

—Me parece que mejor hablamos de usted, Irene. No puedo creer lo… transparente que es usted… que no le gusta ser maestra… como que se muere por un cigarrillo… —comenzó diciendo el chico con veloces palabras, obligando a Irene a abrir desmesuradamente los ojos y a tensar los músculos de la cara, además de ponerla toda roja en un santiamén.

—Mmm veamos, siente una gran confianza por la señori… por Pilar… por lo visto no la estima tanto… no le ha contado que quién ahora calienta sus sábanas y sueños es Arturo, y que es prácticamente por usted, que la dejado... — dijo todo esto lo suficientemente alto para sacar a Pilar de su estado y en cambio, colocarle una cara que decía dos cosas… “¿es verdad? Y ¿por qué?”

—Pilar… linda… todo mundo se pregunta el porqué… Todos lo hacen…— comentó burlón el deslenguado chico.

—Pilar, mija, esto… esto, no es así cómo él lo dice… yo no… no era mi intención… ¡yo nunca quise…! — mencionó Irene como para responder a Pilar, aunque aceptó lo que era verdad con su declaración…

—¿Que la dejara? ¡Mientes! Siempre la has envidiado… y de varias formas, según veo… — dijo de nuevo el horrible niño con una sonrisa obscena. Y reiniciando su lento acercamiento a Irene.

—¡Vete! —gritó Irene. A estas alturas, media escuela había escuchado los gritos, y maestras, incluida la directora, se dirigían al aula.

—No

—¡Vete! —dijo ella con los brazos hacia delante, como para empujar al chico, en caso necesario.

Cuando la directora asomó, se tragó un grito ante el indescriptible espectáculo: Pilar desmayada tras una silla junto al escritorio. Irene sobre lo que se adivinaba como el pequeño Julián, golpeándolo furiosa, manchada, como su alrededor, de sangre, aún cuando se adivinaba que el chico estaba ya sin vida… Cuando Irene se dio cuenta de las presencias ajenas, se retiró un poco de cabello de la cara, con el dorso de la mano, como para no mancharse más la cara con marcas rojas, y luego de escupir un poco de sangre, dijo con una sonrisa estúpida “¿Cómo les va?”

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Con un grito, Irene se despertó… temblorosa, prendió la luz de noche, y viendo que Arturo también se había despertado, le dijo que se encontraba bien, pero que era un estúpido por haberle cambiado las píldoras anti-insomnio, y le dio un pequeño golpe. Arturo se extrañó y luego de reír un poco por las locuras de ella, la abrazó, y la empezó a besar tiernamente.

Trece minutos después, terminaban de hacer el amor, en medio de una ola de calor y placer.

Diez minutos más tarde, Arturo dormía de nuevo plácidamente. Irene lloraba en silencio por Pilar, su amiga, y la novia de Arturo.

˜

Karina llevó a Adriancito bien a tiempo para la cita.

Estaba intranquila: se le podía leer en la cara. La creciente preocupación que la embargaba, se acentuaba en los extremos de los brillantes labios, pintados hoy de cereza; ¿los motivos? El creciente mutismo de su hijo, y la reunión concertada para ése mismo día más tarde, a causa de su divorcio. Traía en la cabeza toda la historia, tal como se la dio a conocer a la doctora, con quien sentía cierto… resguardo… en su tragedia personal; recordaba escenas realmente vívidas, de las visitas a los cafés con las amigas en las tardes de sospechas, las pláticas estúpidas de recomendaciones de detectives, las tarjetas de los abogados, y desde luego, el descubrimiento del engaño… La más dolorosa de todas las memorias: el marido descubierto, aceptando sin tapujos, y contando casi cronológicamente los encuentros con las amantes, y el falso perdón que pidió al final de su abominable historia.

Karina había confesado todo a Amanda, y desde entonces, se sintió un poco más aliviada, pero tener que ver a Julián ése día, era aún demasiado para su frágil estado de casi-tranquilidad. No quería verlo más, ni estar frente a su desvergonzada cara, o escuchar su risa psicótica al aceptar las constantes infidelidades cometidas…

No podría soportarlo… No quería.

—Buen día, doctora— dijo Karina maquinalmente, al ver llegar a Amanda, a la hora acordada.

— ¡Buen día, doctora! — exclamó Adriancito, visiblemente mejorado, al respecto de la última visita, y muy ignorante, por su corta edad, de los procesos legales en curso.

— ¡Qué tal!, Karina, Adriancito… ¿Descansaste bien? —contestó la doctora. El pequeño, que nunca había escuchado “descansar” como parte de un saludo matinal; en duda volteó hacia su madre.

—Es un saludo, mijo. Es cuando preguntas si alguien tuvo buena noche— explicó la doctora, intuyendo el asunto y notando que la madre, apenas y se dio cuenta del gesto del niño.

—Sí, bebé, contéstale a la doctora…— lo instó la madre, captando apenas el hilo de la conversación.

—Dormí bien, doctora, ¡sí que sí!

—¡Me alegro!, pasemos ya. Síganme, por favor…—dijo la doctora, ahogando una encogida de hombros a cuenta de Karina.

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En el auto, Adrián jugaba con un avión de papel de color verde que aprendió a doblar él mismo el día anterior en la escuela. Escuchó un “buenos días” de la radio, y recordó las palabras de la doctora, del recién adquirido saludo matinal.

—¿Descansaste bien, mami?

—Un poco— dijo Karina sumiéndose en el silencio una vez más.

Adrián sonreía con toda intención de alegrar a su mamá. Recordaba que media hora antes la doctora le mencionó como en secreto, que a veces sonreír es contagioso, y que si se regala una sonrisa grande y bonita, la gente a nuestro alrededor puede alegrarse. Ahora mismo él intentaba alegrar a su mamá, pero ella no vio ni de reojo la linda sonrisa del pequeño. Ligeramente enfadado, Adrián calló y comenzó a pensar que si no era con su mami, con otra persona practicaría lo de la sonrisa y lo del descansar. Se dijo que necesitaba hacer más grande la sonrisa, para que se viera mejor…

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Irene se hallaba sentada a la mesa del profesor en su aula.

Pilar llegó silenciosa y se instaló frente a ella con una expresión devastada. Irene se sintió incómoda en seguida, una ansiedad y temor comenzaron a invadirla desde que Pilar puso el primer pie dentro del aula. Aunque no recordaba la pesadilla de la noche anterior, la situación la había puesto extrañamente tensa…

—Sandy… ¡no me lo vas a creer!

—Nena, qué fue lo que…— dijo Irene interesándose, y dando como por intuición, un tono de compasión a su voz.

—¡Arturo… me ha dejado! — dijo Pilar sin más

—Dios mío… Pilar, mija, dime que no es cierto— Irene comenzó a alterarse más, el recuerdo de la pesadilla comenzaba a regresar. Resbalándosele y a cubriéndola por completo de miedo. Comenzó a mirar cada cierto tiempo hacia la puerta… insistentemente en dirección de la puerta.

—Acabamos de hablar, y me ha dicho que ha encontrado a alguien más que le da todo lo que busca… que se siente pleno… —decía ya lloriqueando Pilar

—¡Pili…!— además del recuerdo ya consciente de la pesadilla, Irene se sentía mal, pues sabía que ella era la amante, la causa de que Arturo dejase a Pilar.

Pilar se arrojó a los brazos de Irene en busca de consuelo. Irene tenía un estado contradictorio; el espectrito de su pesadilla tenía toda la razón en lo que dijo de ellaya que le chocaba engañar a su amiga, pero sentía celos de ella, de los besos que compartía con Arturo, de las veces que lo habrían hecho… de que podían pasearse por ahí como idiotas, sin necesidad de verse a escondidas. Sentía envidia también de su figura, tan perfecta… la piel tan suave… la boca tan roja… los ojos claros como miel… el olor tan rico del cabello… los pechos tan firmes… los muslos tan bien torneados…

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Adriancito había llegado tarde aquel día. Salió aún a tiempo del consultorio, pero el tráfico enloqueció a mamá por haberlo hecho llegar tarde. Le prometió helado de postre. Le dio un beso y adiós.

El pequeño fue recibido en la entrada. Como manifestara poder ir solo hasta su aula, le dejaron un instante. Cuando la educadora encargada de llevarlo, volvió a mirar en dirección al niño, él ya se había ido.

Se adelantó hacia el salón.

Llegando a la zona de terceros años, frente a los niños que practicaban educación física en la plaza, escuchó un sonido como de llanto. Interesado, se aproximó al aula, y por ser él más bajo que las ventanas, no podía aun ver lo que sucedía dentro.

Al llegar vio a la maestra Irene llevar a su maestra Pilar hasta una silla, como tratando de tranquilizarla, a la vez que intentaba tranquilizarse. Decidió que las asustadas maestras merecían que les sonriera y estrenara con ellas su nuevo saludo.

—Creo que necesitas tomar al…—dijo Irene interrumpiendo su frase al voltear y ver a Adrián, esbozando una sonrisa antinatural.

El niño creyó que la gran amargura de las educadoras requería una gran gran sonrisa, la cual forzaba en su linda y pequeña cara.

—¡Buenos días, señoritas! — dijo en voz más alta en comparación a lo quedito que hablaba de costumbre.

Decidió aproximarse para poder sonreír de frente a la señorita Pilar, a quien no veía casi el rostro.

Irene se quedó palidísima, inmóvil y casi sin habla.

—¡Adriancito! — exclamó Pilar al verlo, y reponiéndose ligeramente del llanto.

—Yo… Pilar… noera… mintención…— dijo Irene casi balbuceando, mirando alternadamente a su amiga y al chico.

Pilar la miró con expresión ceñuda… no sabía que le estaba diciendo, y no entendía por qué Sandy comenzó a actuar tan extraño, nomas hizo de entrar el niño.

Cuando estuvo bastante cerca, Adriancito, mirando preocupado y extrañado por la señorita Irene, inclinó la cabeza un poco a la derecha, con curiosidad. Notó que la maestra evitaba mirarlo de frente. Luego de unos segundos, como relajándose un poco luego de un ligero silencio, Irene se atrevió a verlo.

Adriancito decidió renovar la sonrisa para alegrar a la señorita.

—¿Descansó usted bien, señorita? — dijo el niño, con la sonrisa más grande que pudo, rasgando sus cariñosos ojos.

La señorita Irene ahogó un grito.

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Daban las 9:30 exactamente. Los alumnos de tercer año regresaban a su aula. El primer chico se que avanzaba en la fila, se detuvo en la puerta. No entendió lo que veía...

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Amanda se quedó profundamente impresionada, cuando luego de preguntarle al pequeño "¿Descansaste bien?" él rompió en llanto.