viernes, 16 de mayo de 2014

Gotas

Entonces cinco gotas me vieron desde el suelo, en mitad de la calle, en el centro. Era de noche, y bajo brillantes farolas me pregunté cómo habían llegado hasta allí. Si mal no recuerdo, era viernes. Extendí la mano en un gesto inconsciente, un par de segundos palma arriba y un 'mcht' desilusionado.
Aún ahora me pregunto por qué me pregunté... Hay cosas que son como para vistas y no pensadas, pero mi terquedad...
Volví a mirar la calle ya habiendo descartado la idea de una llovizna. Algún caminante bebida en mano —muy fría, pensé—, gotas condensadas recorriendo perezosas la superficie; una especie de sudor vaporoso, un frío sudor descuidado goteando poco a poco mientras cruza la calle... ¡Sonaba tan bien! Inesperadamente, la imaginada figura partió mi ilusión; había un evidente un rastro de gotas previas a las mías. Y para dejar caer las gotas necesarias, haría falta quedarse un buen tiempo en el mismo lugar, cosa que no haría...
Sin mucha seguridad, y ya a media cuadra de mi desventurado encuentro, el berrido de un bebé, a mi derecha, me sorprendió sobremanera. Curiosamente, incitó a mi imaginación a discurrir por otra vía. Un ficticio despliegue de todo tipo de personas pasó frente a mí en tropel, todas con un llanto imparable: ojos y narices hechas casi agua; y ni qué decir de las lágrimas. Caminaba yo, para esto, junto al continuo muro de fachadas a mi izquierda, por delante de tiendas y oficinas ya decoradas, en más de las veces, con luces y motivos como en adelantada navidad … Altos, gordos, bajos, delgadas, feas, curvilíneas, guapos, jóvenes, ancianos, bebés en brazos; un grupo nutrido. Turbulenta, la imaginaria masa no parecía discriminar tallas, sexos, ni razas. Vi mujeres llorando amargamente; chiquillos en pleno berrinche; adolescentes irritados sepultando su impotencia con gruesos lagrimones; varones roncos por el llanto... Fue un patético mundo de lloriqueos, hasta que vi las gotas caer, sin llegar al piso, no obstante. Quedaban en la ropa o perdidas por el cuello, al interior del pecho, detenidas por el cabello o los zapatos incluso. Para terminar, la frecuencia no era tal como para dejar cinco a media calle.
En medio de mi desconcierto empecé a querer enlistar más probabilidades. Noté un repentino impulso, una especie de torrente o vorágine de pensamiento; algo en ese cúmulo viviente, inmóvil en lo móvil, arrastraba consigo ideas. Pensé en flemas y saliva, pero el sólo recuerdo de la forma regular y nada sospechosa en mis cinco gotas, me dio ganas de escupir y pasar a lo siguiente. Pensé luego en sudor, después en charcos ocultos donde llantas de auto al salpicar formarían gotas. Pensé... Pensé mucho.
Era curioso —y lo sigue siendo—, cómo cada vez que una explicación se me ocurría, antes de ser desechada me daba atisbos más intrincados —lo admito— de otras tantas, que no había antes llegado a imaginar... Me fui sintiendo presa de una extraña sensación de pequeñez, de mi propia nimiedad expedita ante el mundo de posibilidades, que pese a la dificultad se abrían, y seguían abriendo frente a mis ojos... Un miedo empezó — ¡No! Se confirmó…— dentro de mí: siempre que buscara, siempre que fuera más profundo, que me pidiera otras posibilidades, podría encontrarlas, encontrar más. Siempre era posible, no importaba que tan recónditas, inverosímiles, o rebuscadas fuesen.
Ya estaba yo cruzando la avenida, con miras al paradero; luces naranja incidían en mis ojos, pero no así en mi ánimo, que seguía gris y azul oscuro; quizá más oscuro que azul. Decidí por salud y sosiego que debía elegir con cuál opción, entre las más probables, quedarme y olvidar el asunto. Si no me compraba una, difícilmente me tranquilizaría. El estrés se hallaba tocándome a la puerta... Como pulsando ya el timbre para dejarle entrar.
Situándome al costado del paradero largo y blanco con parasol —ya inútil, dada la hora—, recorrí con la vista el grueso de la avenida en ambas direcciones. Estúpidamente, imaginé repetidos grupos de cinco gotas a cada medio metro sobre el pavimento. Para evitar el vértigo que la situación acuciaba miré hacia atrás destacando el perfil del domo de eventos, unas cuantas personas y los coches que habitualmente yacen allí.
El parque falsamente lejano se extendía en breves y exiguas estelas de luz, que de blanco ya poco tenían, contribuyendo a afear la nocturnidad del paisaje.
Antes de decidirme por la alternativa, vi por casualidad una nena como de tres años, preciosidad en pequeña escala. Fluía levemente por sus hombros, hasta situarse a mitad de su espalda, una cascada castaño claro. Los ojos grandes y alegres, las mejillas de aspecto suave, tersas. La chiquilla estaba de frente a un vendedor de dulces, tomada de la mano por una mujer de aspecto juvenil y algo despreocupada. Mi azoro por la niña fue tal, que sólo vagamente recuerdo a la madre —o quien supuse lo sería.
Volví a hojear la avenida, ya sin rastro de gotas insanas. Un par de taxis al otro lado de la acera, y por lo menos distinguí a un transeúnte hablar algo con un conductor.  Los semáforos mantenían a raya, bajo el rojo resplandor, un dispar conjunto de coches, motos y buses, ninguno de los cuales me resolviera la huida. Unas cuantas parejas platicando animadas; algunos estudiantes —uniformes blancos, sendas banderas tricolor al hombro—, estallaban en risas, a mi derecha, de tanto en tanto. Otros de aspecto más joven, con cables surcándoles el pecho, iluminaban sus rostros a las luces que no dejaban de juguetear sus desesperados dedos. Algunas personas callaban oteando a la izquierda, seguramente lo mismo que yo. Era un viernes habitual.
Habiéndome relajado al observar silencio al entorno inmediato, pude volver a barajar las opciones que me estuve jugando. Encontré inmediatamente garrafales errores en tres, luego en cuatro... Alegre, vislumbré las tres posibilidades que llamé definitivas y, sonrisa ostensible al rostro, me volví hacia donde creí estaría la nena.
Un microbús hizo sonar inesperadamente su claxon casi demasiado cerca de mí. Tras el sobresalto, los colores a sus costados me impulsaron a verificar si aquella sería mi ruta. Reduje —mientras en mis botas negras miraba vagamente reflejarse las luces naranja— a sólo dos mis esperanzas. La sorpresa pareció darme la pista necesaria... que justo deseché al elevar los ojos.
La impresión me sumió en un profundo silencio y al parecer olvidé tomar el bus que sí. Sonreía, no obstante, atónito y boquiabierto. Con toda seguridad, sonreía… Ido el bus, y libre la vista, pude verlas flotar revolviéndose a capricho del viento. Algunas llegaban tan lejanas como la calle de donde yo viniera. Una de ellas, incluso, tuvo el atrevimiento de exhibir su leve caída justo frente a mis botas, cuya piel volvía por entonces a reflejar las luces naranja.
Tras estallar, la perversa burbuja se transmutaba en cuatro o cinco gotas perfectas.

No hay comentarios: