7:56pm
/Adrián R. Olañez Yuseff// 4 años/
El proceso del divorcio de los padres, parece no haber alterado sus conductas significativamente, con la excepción de asegurar un disgusto por la oscuridad de la noche. No ha querido jugar en lo que va de la semana.
He pedido a la madre, quien quiso dar inicio al tratamiento del niño, que lo traiga a partir de mañana, en horario matutino.
Hemos quedado que el chiquillo asistirá a terapia antes de su hora de entrada al kínder.
Me parece posible que el niño relacione la oscuridad con la hora de dormir, y con ello el momento de las aparentes disputas ya interrumpidas, de los padres, rechazando así el hecho del anochecer. (Es hipótesis)
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—Todo por hoy, me largo ya— se dijo Amanda, cerrando la notebook, y el caso, por el día.
Recogió su chaqueta, mirándola con rechazo y mostrando flojera al gesto de levantarla. No había frío. Hacía tres meses que no había frío, salvo algunas cuantas semanas heladas, de frustrante relación con el latoso cambio climático.
No había frío, pero ella como muchos en aquel edificio, usaban aquel tipo de ropa, por nada más que por mostrarse profesionales.
Llegó al estacionamiento pensando en lo callada que había estado Karina, la madre Adriancito. Era curioso que hoy hubiese conseguido cerrar la boca la señora aquella. Amanda pensaba que la tal Karina llevaba a su hijo, sólo para disimular que era ella misma quien necesitaba la ayuda. El descubrir a su marido enredado con media docena de mujeres (actrices, maquillistas, chicas estúpidas que se mueren por irse a la cama con cualquier figura que haya salido hasta en un comercial de pasta dental…); dio al traste con el sueño rosa de la mujer. — Al parecer, la familia perfecta con casa en los suburbios y vista a la playa.— ¿Qué más daba? — Aquello era la vida real, donde toda esa clase de cosas, aún cuando no podrían ser llamados con justicia “pan de cada día”, eran frecuentes.
Lo extraño de Karina, es que hablaba mucho, contaba demasiado; y por lo que Amanda recordaba, ella nunca le dirigió más preguntas que las referentes al niño; la señora escupió todo limpiamente.
Igual y ya hoy se había quedado sin algo más que agregar a su historia. Quizás el encuentro con los abogados que mencionó por ahí, sería pronto y eso la traía con pendiente. De cualquier manera daba igual.
Amanda resultaba una mujer bastante práctica y lista: Se había autodiagnosticado parafílica de un voyerismo narrativo. Le encantaba escuchar de viva voz las penas de los demás. Conocer la intimidad ajena a través del habla, la ponía tremendamente encendida… Si Karina supiese que durante dos semanas había impulsado a Amanda a follar gloriosamente, difícilmente se lo hubiese creído. La atenta y discreta psicóloga no parecía esa clase de persona, aunque el calor entre sus piernas dijera lo contrario.
Amanda llegó a casa un tanto desilusionada, Karina no le había aportado nada nuevo. Empezó a forzarse a recordar una de los relatos más largos que hubiese escuchado de ella.
Lo recordaba casi todo; al menos, la sonrisa en sus labios y el beso apasionado a su marido, expresaron algo con ese sentido.
— ¿Qué más daba? — pensó, antes volver a besarlo y cerrar los ojos…
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Irene se hallaba en lo que podría considerarse su momento favorito en el trabajo; la hora en que los niños han salido y le dejan hojear su revista de chismes y fotos de famosos con poca ropa (ocasionalmente se trataba catálogos de zapatos o novedades para adelgazar). Le gustaba aquel momento, la tranquilidad era casi tan apabullante que le inhibía llevarse a la boca cigarrillos durante las horas restantes en la escuela, por lo que su adicción, se volvía por instantes soportable.
Es cierto que la enseñanza preescolar no es realmente exigente; aunque a ella le parecía algo muy vivencial, muy experimental… Irene se decía constantemente que una preparación de Psicología o Enfermería, vendría tal vez a ser más adecuada para lo que significa “enseñar” en un Kínder.
Ante su clase, era fácil fingir ser adorable; bastaba decir “cariño” o “Dulzurita” alternados con una sonrisa cada 10 minutos y nadie notaba lo mucho que eso le fastidiaba. Ojalá pudiese volver a los tiempos de estudio y elegir, elegir algo, cualquier cosa que no fuese impuesta por mamá; tal vez eso fuera el origen de todo. Es decir, los niños no le desagradaban del todo, sino la forma en que terminó ahí como maestra…
—¡Sandy! — dijo aullando más que gritando, una voz que se aproximaba con rapidez…
— ¡Sandy! —Insistió la voz. Era Pili, la educadora más joven (y según muchos pequeños, la más bonita también), que venía pidiendo socorro, en un estado francamente lamentable: los largos cabellos revueltos, la cara pálida, con ojeras, y una tartamudez desconocida.
Sandra Irene se preocupó y preguntó a Pili qué tenía… Pilar no pudo explicar sin trabarse unas diez veces…
—Calla y calma… ya vuelvo— y fue a la sala del profesorado, a buscar un par de tés, y unos calmantes a su bolso.
Estaba a punto de salir, cuando alcanzó a percibir de soslayo una silueta pequeña, cerca de la puerta de entrada al aula, justo a su derecha. Cerró su gabinete y al voltear hacia fuera, nadie. Se dio la vuelta como por una sensación inusual, y ahí estaba Adriancito, el conocido hijito del famoso Julián Olañez…
—¡Niño! No hagas esto, me asustaste— dijo al verlo, notablemente alterada, pero tranquilizándose rápido.
—Disculpe usted, señorita… p…erosieralaintenci…— dijo balbuceando casi lo último, como diciéndolo para sí…
—¿Cómo dijiste? —preguntó Irene, que notó algo raro
—¿sabe? No ha sido culpa mía, lo de la señorita Pilar…
—Pero, pero quién te dijo que fuese culpa tuya… No, anda, ve a tu salón, y diles que ya vuelve la señorita, ¿vale?
—Yo no miento señorita… Maslevaldríaquemin…— el niño dijo esto bajando la voz de nuevo, ya sin preguntar. Desesperándose un poco, la maestra le dijo que se diera prisa en llegar al salón.
—Pensé que ese niño hablaba claramente— se dijo al verse sola. —En fin…
—Pili, ¿cómo sigues? — dijo preocupada una vez más, Irene a su joven amiga. Desde que se conocieron se agradaban mutuamente, y podría decirse que se las veía como hermanas. Irene casi pensaba en Pilar como una hermana menor, casi.
—Me… ¿me trajiste un té? — dijo Pilar, no sin tragarse una cantidad sonora de mocos, antes de hablar.
—No sólo un té. — Contestó entregándole la píldora— Tienes que tomarla y contarme que rayos te pasa ¿sí? — de buena gana se tragó Pilar el comprimido y bebió la mitad de la botella que luego sostuvo en manos; al menos su llanto ya se había detenido. La tartamudez tardó un poco más en irse.
—Artu… ¡Arturo me dejó…!— dijo llenándose de lágrimas los ojos una vez más. A Irene ya le empezaba a desesperar el asunto. Se recordó a sí misma en relaciones que habían terminado de forma parecida tiempo atrás, y aunque sabía el dolor que se sentía en esas ocasiones, sentía envidia de su amiga; era más bella de lo que ella había sido, y con seguridad, Arturo sería sólo un escalón más en su camino. Al cabo tenía un cabello lindísimo, un cuello largo y soberbio, mejillas finísimas, y labios rojos por naturaleza, una cintura pequeña… manos cálidas… a través de los cándidos modelos que permitía la escuela, se adivinaba además, una forma de lo más envidiable, muslos torneados, pechos firmes… piel suave, y un aroma… Irene se detuvo; se forzó a detenerse. ¿En qué estaba pensando? ¿Por qué había derivado así al pensar en su amiga…? Cuando recobró la atención, escuchó a Pili decir:
— ¿Pero no sé cómo es que lo sabe? Si sólo hablé en el auto… no sé cómo es que sabe—dijo, aunque ciertamente, Pili explicaba más a sí misma, que a Irene.
—¡Pero lo sabe!, Sandy… el monstruito lo sabe… —explicaba Pilar con una mirada idiota que recorría el contorno de la rosca de su bebida—está muy raro… ¿o seré yo? ¡Qué sé yo!
—¿Monstruito? ¿Raro? — eso era extraño, Pili solía decir acaso cosas un tanto necias y raras para referirse a algunas personas, pero sin duda, esto no era su tipo…
—¿De quién hablas, nena? No te voy entendiendo. — explicó Irene.
—El niño guapito… el hijo del actor— explicó con rudeza Pilar— Sí sabes quién —dijo con ojos asesinos
—¿Juliancito? — Por el parecido con su padre, eran varias las personas que le decían así, aún cuando su nombre era Adrián.
—Se llama Adrián, y sí, él… ¡es un monstruito!
—Pero, ¿de qué hablas? Aquel niño apenas y habla bien. — contestó ella, recordando el episodio en la sala del profesorado.
—Se equivoca, señorita, sé hablar, y eso es lo que no le gusta— dijo el chico apuntando a Pila
—¡Es él! —chilló Pilar con un alarido
—No es mi culpa, señorita… ya se lo dije— insistió el pequeño, parado aún en mitad de la puerta; paseando la vista de Irene a Pilar casi demostrando que no se refería a ninguna en particular, o quizás a ambas.
— ¡Arghh! ¡Aléjate monstruito! — dijo acaloradamente Pilar. Irene adoptó inconscientemente una posición intermedia entre el chiquillo y su compañera.
Había algo que no le gustaba en ese niño, y no sólo era que las hubiese interrumpido con algo privado…
—Julián, no debes estar haciendo esto… escuchar a la gente mayor a escondidas no está nada bien.—dijo Irene con la voz más seria que pudo emitir —Vete a tu salón, como te dije.
Era algo más, algo indescriptible y que en parte surgía del terror con que Pilar veía al mocoso. Otra parte de su creciente miedo, venía en directa relación con los lentos pero seguros pasos que el chico había iniciado cuando ella le exigió irse…
—¿De verdad es tan malo que esté aquí, señorita? — dijo burlonamente; casi pícaro, de no ser por los ojos tan abiertos que comenzaban a inyectarse de sangre, y a causar una especie de tic, en Irene, que trataba de mantener la mirada… mantener la imposible mirada perdida de aquel monstruito, porque sí, justo ahora dejaba de ser un niño…
El chiquillo se aproximó más y más, tanto que casi estaba exactamente a la mitad de la distancia de las maestras a la puerta.
—¡Aléjate, engendro! — vociferó Pilar, cubriéndose los brazos y bajando la cabeza en alguna clase de movimiento rítmico de atrás hacia delante.
—¡Pilar! — dijo asustada Irene, ya no por las imprudentes palabras para dirigirse al pequeño engendro. A decir verdad, estaba de acuerdo con eso. Pero el gesto de la chica la asustó aún más
— y tú niño, ¡vete!... por favor, vete — insistió, sintiéndose desfallecer pronto, sin fuerzas y profunda, terriblemente aterrada. Los ojos de ese niño veían demasiado dentro de ella, casi podía sentir la mirada recorrer su mente.
—Ya ahora, creo que es tonto seguir diciéndole “señorita” a usted, Irene— dijo el mocoso con una sonrisa demasiado divertida, demasiado sucia para su cara, y demasiado sobrecogedora así unida a la expresión de los ojos que al momento llevaba…
Como el chico se detuviera un momento en su lento avance, las fuerzas volvieron, y la confianza de Irene se reanimó ligeramente.
—Ya vete, o llamo a la Directora— dijo amenazadora, e interponiéndose a consciencia, ente la atribulada Pilar y el horrible Juliancito que ante sí tenía.
—Me parece que mejor hablamos de usted, Irene. No puedo creer lo… transparente que es usted… que no le gusta ser maestra… como que se muere por un cigarrillo… —comenzó diciendo el chico con veloces palabras, obligando a Irene a abrir desmesuradamente los ojos y a tensar los músculos de la cara, además de ponerla toda roja en un santiamén.
—Mmm veamos, siente una gran confianza por la señori… por Pilar… por lo visto no la estima tanto… no le ha contado que quién ahora calienta sus sábanas y sueños es Arturo, y que es prácticamente por usted, que la dejado... — dijo todo esto lo suficientemente alto para sacar a Pilar de su estado y en cambio, colocarle una cara que decía dos cosas… “¿es verdad? Y ¿por qué?”
—Pilar… linda… todo mundo se pregunta el porqué… Todos lo hacen…— comentó burlón el deslenguado chico.
—Pilar, mija, esto… esto, no es así cómo él lo dice… yo no… no era mi intención… ¡yo nunca quise…! — mencionó Irene como para responder a Pilar, aunque aceptó lo que era verdad con su declaración…
—¿Que la dejara? ¡Mientes! Siempre la has envidiado… y de varias formas, según veo… — dijo de nuevo el horrible niño con una sonrisa obscena. Y reiniciando su lento acercamiento a Irene.
—¡Vete! —gritó Irene. A estas alturas, media escuela había escuchado los gritos, y maestras, incluida la directora, se dirigían al aula.
—No
—¡Vete! —dijo ella con los brazos hacia delante, como para empujar al chico, en caso necesario.
Cuando la directora asomó, se tragó un grito ante el indescriptible espectáculo: Pilar desmayada tras una silla junto al escritorio. Irene sobre lo que se adivinaba como el pequeño Julián, golpeándolo furiosa, manchada, como su alrededor, de sangre, aún cuando se adivinaba que el chico estaba ya sin vida… Cuando Irene se dio cuenta de las presencias ajenas, se retiró un poco de cabello de la cara, con el dorso de la mano, como para no mancharse más la cara con marcas rojas, y luego de escupir un poco de sangre, dijo con una sonrisa estúpida “¿Cómo les va?”
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Con un grito, Irene se despertó… temblorosa, prendió la luz de noche, y viendo que Arturo también se había despertado, le dijo que se encontraba bien, pero que era un estúpido por haberle cambiado las píldoras anti-insomnio, y le dio un pequeño golpe. Arturo se extrañó y luego de reír un poco por las locuras de ella, la abrazó, y la empezó a besar tiernamente.
Trece minutos después, terminaban de hacer el amor, en medio de una ola de calor y placer.
Diez minutos más tarde, Arturo dormía de nuevo plácidamente. Irene lloraba en silencio por Pilar, su amiga, y la novia de Arturo.
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Karina llevó a Adriancito bien a tiempo para la cita.
Estaba intranquila: se le podía leer en la cara. La creciente preocupación que la embargaba, se acentuaba en los extremos de los brillantes labios, pintados hoy de cereza; ¿los motivos? El creciente mutismo de su hijo, y la reunión concertada para ése mismo día más tarde, a causa de su divorcio. Traía en la cabeza toda la historia, tal como se la dio a conocer a la doctora, con quien sentía cierto… resguardo… en su tragedia personal; recordaba escenas realmente vívidas, de las visitas a los cafés con las amigas en las tardes de sospechas, las pláticas estúpidas de recomendaciones de detectives, las tarjetas de los abogados, y desde luego, el descubrimiento del engaño… La más dolorosa de todas las memorias: el marido descubierto, aceptando sin tapujos, y contando casi cronológicamente los encuentros con las amantes, y el falso perdón que pidió al final de su abominable historia.
Karina había confesado todo a Amanda, y desde entonces, se sintió un poco más aliviada, pero tener que ver a Julián ése día, era aún demasiado para su frágil estado de casi-tranquilidad. No quería verlo más, ni estar frente a su desvergonzada cara, o escuchar su risa psicótica al aceptar las constantes infidelidades cometidas…
No podría soportarlo… No quería.
—Buen día, doctora— dijo Karina maquinalmente, al ver llegar a Amanda, a la hora acordada.
— ¡Buen día, doctora! — exclamó Adriancito, visiblemente mejorado, al respecto de la última visita, y muy ignorante, por su corta edad, de los procesos legales en curso.
— ¡Qué tal!, Karina, Adriancito… ¿Descansaste bien? —contestó la doctora. El pequeño, que nunca había escuchado “descansar” como parte de un saludo matinal; en duda volteó hacia su madre.
—Es un saludo, mijo. Es cuando preguntas si alguien tuvo buena noche— explicó la doctora, intuyendo el asunto y notando que la madre, apenas y se dio cuenta del gesto del niño.
—Sí, bebé, contéstale a la doctora…— lo instó la madre, captando apenas el hilo de la conversación.
—Dormí bien, doctora, ¡sí que sí!
—¡Me alegro!, pasemos ya. Síganme, por favor…—dijo la doctora, ahogando una encogida de hombros a cuenta de Karina.
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En el auto, Adrián jugaba con un avión de papel de color verde que aprendió a doblar él mismo el día anterior en la escuela. Escuchó un “buenos días” de la radio, y recordó las palabras de la doctora, del recién adquirido saludo matinal.
—¿Descansaste bien, mami?
—Un poco— dijo Karina sumiéndose en el silencio una vez más.
Adrián sonreía con toda intención de alegrar a su mamá. Recordaba que media hora antes la doctora le mencionó como en secreto, que a veces sonreír es contagioso, y que si se regala una sonrisa grande y bonita, la gente a nuestro alrededor puede alegrarse. Ahora mismo él intentaba alegrar a su mamá, pero ella no vio ni de reojo la linda sonrisa del pequeño. Ligeramente enfadado, Adrián calló y comenzó a pensar que si no era con su mami, con otra persona practicaría lo de la sonrisa y lo del descansar. Se dijo que necesitaba hacer más grande la sonrisa, para que se viera mejor…
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Irene se hallaba sentada a la mesa del profesor en su aula.
Pilar llegó silenciosa y se instaló frente a ella con una expresión devastada. Irene se sintió incómoda en seguida, una ansiedad y temor comenzaron a invadirla desde que Pilar puso el primer pie dentro del aula. Aunque no recordaba la pesadilla de la noche anterior, la situación la había puesto extrañamente tensa…
—Sandy… ¡no me lo vas a creer!
—Nena, qué fue lo que…— dijo Irene interesándose, y dando como por intuición, un tono de compasión a su voz.
—¡Arturo… me ha dejado! — dijo Pilar sin más
—Dios mío… Pilar, mija, dime que no es cierto— Irene comenzó a alterarse más, el recuerdo de la pesadilla comenzaba a regresar. Resbalándosele y a cubriéndola por completo de miedo. Comenzó a mirar cada cierto tiempo hacia la puerta… insistentemente en dirección de la puerta.
—Acabamos de hablar, y me ha dicho que ha encontrado a alguien más que le da todo lo que busca… que se siente pleno… —decía ya lloriqueando Pilar
—¡Pili…!— además del recuerdo ya consciente de la pesadilla, Irene se sentía mal, pues sabía que ella era la amante, la causa de que Arturo dejase a Pilar.
Pilar se arrojó a los brazos de Irene en busca de consuelo. Irene tenía un estado contradictorio; el espectrito de su pesadilla tenía toda la razón en lo que dijo de ella… ya que le chocaba engañar a su amiga, pero sentía celos de ella, de los besos que compartía con Arturo, de las veces que lo habrían hecho… de que podían pasearse por ahí como idiotas, sin necesidad de verse a escondidas. Sentía envidia también de su figura, tan perfecta… la piel tan suave… la boca tan roja… los ojos claros como miel… el olor tan rico del cabello… los pechos tan firmes… los muslos tan bien torneados…
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Adriancito había llegado tarde aquel día. Salió aún a tiempo del consultorio, pero el tráfico enloqueció a mamá por haberlo hecho llegar tarde. Le prometió helado de postre. Le dio un beso y adiós.
El pequeño fue recibido en la entrada. Como manifestara poder ir solo hasta su aula, le dejaron un instante. Cuando la educadora encargada de llevarlo, volvió a mirar en dirección al niño, él ya se había ido.
Se adelantó hacia el salón.
Llegando a la zona de terceros años, frente a los niños que practicaban educación física en la plaza, escuchó un sonido como de llanto. Interesado, se aproximó al aula, y por ser él más bajo que las ventanas, no podía aun ver lo que sucedía dentro.
Al llegar vio a la maestra Irene llevar a su maestra Pilar hasta una silla, como tratando de tranquilizarla, a la vez que intentaba tranquilizarse. Decidió que las asustadas maestras merecían que les sonriera y estrenara con ellas su nuevo saludo.
—Creo que necesitas tomar al…—dijo Irene interrumpiendo su frase al voltear y ver a Adrián, esbozando una sonrisa antinatural.
El niño creyó que la gran amargura de las educadoras requería una gran gran sonrisa, la cual forzaba en su linda y pequeña cara.
—¡Buenos días, señoritas! — dijo en voz más alta en comparación a lo quedito que hablaba de costumbre.
Decidió aproximarse para poder sonreír de frente a la señorita Pilar, a quien no veía casi el rostro.
Irene se quedó palidísima, inmóvil y casi sin habla.
—¡Adriancito! — exclamó Pilar al verlo, y reponiéndose ligeramente del llanto.
—Yo… Pilar… noera… mintención…— dijo Irene casi balbuceando, mirando alternadamente a su amiga y al chico.
Pilar la miró con expresión ceñuda… no sabía que le estaba diciendo, y no entendía por qué Sandy comenzó a actuar tan extraño, nomas hizo de entrar el niño.
Cuando estuvo bastante cerca, Adriancito, mirando preocupado y extrañado por la señorita Irene, inclinó la cabeza un poco a la derecha, con curiosidad. Notó que la maestra evitaba mirarlo de frente. Luego de unos segundos, como relajándose un poco luego de un ligero silencio, Irene se atrevió a verlo.
Adriancito decidió renovar la sonrisa para alegrar a la señorita.
—¿Descansó usted bien, señorita? — dijo el niño, con la sonrisa más grande que pudo, rasgando sus cariñosos ojos.
La señorita Irene ahogó un grito.
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Daban las 9:30 exactamente. Los alumnos de tercer año regresaban a su aula. El primer chico se que avanzaba en la fila, se detuvo en la puerta. No entendió lo que veía...
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Amanda se quedó profundamente impresionada, cuando luego de preguntarle al pequeño "¿Descansaste bien?" él rompió en llanto.